A medias

En el taller de escritura tenemos una alumna tuerta. Lo sabemos porque ella misma nos explicó que el globo ocular primitivo ha sido sustituido por una prótesis magnífica. Cuando hablamos, dirijo la vista obsesivamente a su ojo de cristal, que es el izquierdo, en un intento por descubrir algo que lo delate. Pero es de una perfección inalcanzable: me mira tan bien como el verdadero; incluso con mayor agudeza. Sin embargo, y según nos ha revelado Sofía, que tal es el nombre de la alumna, no puede llorar por ese ojo: algo se estropeó en su lagrimal cuando la operaron. A sus compañeros y a mí nos impresiona mucho esta carencia. Llorar por un solo lado de la cara parece una singularidad pequeña, pero, si lo piensas, constituye una asimetría cruel, sobre todo cuando se trata de llorar la pérdida de un padre, como le ocurrió recientemente a ella. Es buena actriz y llora cuando se lo pedimos por pura diversión. Se concentra unos segundos, parpadea, observa luego fijamente a los espectadores, y al poco aparece una lágrima impar que rueda por su mejilla derecha hasta alcanzar la comisura de los labios, donde la recoge con la punta de la lengua.

Si se lo pedimos, lleva a cabo también otro ejercicio estremecedor, que consiste en acercar y alejar la linterna del móvil a los ojos para que veamos cómo se le contrae y se le ensancha la pupila del derecho, mientras que la del izquierdo da muestras de un quietismo algo trágico. La desgracia de Sofía es que no escribe bien. Todos pensamos que alguien capaz de sacarle tanto partido al ojo que no tiene merecería poseer más talento literario.

Hace una semana nos dijo que había decidido abandonar el taller y ayer le dimos una fiesta de despedida. Se emocionó tanto que lloró por el ojo hábil, esta vez de verdad. Pensé, como consuelo, que llorar a medias equivalía a no irse del todo.

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