Alcaraz funde a Tsitsipas y se cita con Djokovic

Tienen París y el aficionado lo que querían, el duelo con el que soñaban. Cartelón y luces de neón en el Bois de Boulogne, en donde todo el mundo se frota las manos ante la que se avecina. Aquí está, este viernes: Carlos Alcaraz contra Novak Djokovic, la spécialité de la casa. El mejor plato posible. Se adivinaba tras el sorteo la gran colisión y uno y otro han ido cumpliendo a rajatabla, firmes ambos y decididos a encontrarse. Sin temor. En juego, el ayer, el hoy y el mañana. La inmensidad de la vieja guardia frente al arrollador éxtasis centennial del número uno, quien de camino al próximo duelo se marca un monólogo, otro palizón, un recital que entierra al griego Stefanos Tsitsipas (6-2, 6-1 y 7-6(5), tras 2h 12m) y le guía hacia su primera semifinal en Roland Garros, la segunda en un grande. Y la pregunta es: ¿Hay alguien capaz de frenar al torbellino de El Palmar? Tal vez pueda ser el viejo Nole, expuesto a sus 36 primaveras a un cara o cruz que podría dictar sentencia: el tenis escribe una nueva página.

El encabezamiento es el nombre de Alcaraz, el chico que todo lo hace bien y al que todo el mundo mira. Le elogian desde la NBA, le visita el Real Madrid en París, se deshacen los rivales a su paso y le llueven los elogios por todas partes, consciente el deporte de que está ante un talento especial, uno de esos fenómenos tocados por la varita. Tiene 20 años y esta temporada afrontaba un examen superior, la de ser el tenista a batir; alcanzada la cima y con la diana a la espalda, el murciano brilla y reluce, procesa y gestiona con mano de veterano la situación que a tantos otros hubiera devorado ya; no a él, el tenista que compite como si estuviera en el patio del colegio, sonrisa permanente y el disfrute por bandera. Dice que el éxito va de eso, de no creérselo demasiado y de trabajar día y noche, pero que en el fondo todo esto es un simple juego y ante todo hay que pasárselo bien. Vaya que si se aplica. Ante Tsitsipas, un atracón, otro zarandeo. Al griego, vencido desde que pone el pie en la arena, le tiemblan hasta los dedos de los pies.

Tal vez deba el ateniense bucear en el pasado y corregir. Loas y más loas hacia el español, excesivas, tantísimos piropos en los últimos tiempos –”no he visto a nadie pegarle tan fuerte a la bola”, “es el mayor desafío para cualquiera”, “podría ser el próximo Nadal…”– que, de alguna forma, ya le ha regalado el primer juego. Da el primer paso hacia este abismo parisino sin haber siquiera saltado a la pista. Es un tenista desinflado, irreconocible, deprimido. Se pliega sin competir. Nada que ver con la distancia de las grandes rivalidades, cargadas de adrenalina, fuego y chispazos, por mucho que puedan estar disfrazadas de buenas formas. Aquí no hay ninguna miga. Cinco pulsos, cinco meneos y una distancia sideral entre uno y otro. Amagó un día Tsitsipas, hace no tanto, con subirse al tren de la grandeza y flirtear con los más fuertes, pero a base de acumular golpes parece haberse rendido. Ahora mismo, el heleno (24 años) es un jugador espectral, incapaz de sobreponerse a la corriente de melancolía que lo arrastra.

Fue en la Chatrier, precisamente, donde comenzó su naufragio mental. Fue hace dos años, con Djokovic enfrente. Dos sets arriba, remontada del serbio y caída en un pozo que parece no tener fin. Aún le duele. No lo ha superado. Volvió a toparse con el balcánico en la final australiana de este curso y cedió sin protestar, sin rebeldía. Obediente. Continuó cayendo. Otra herida. Cuentan entre bastidores los jugadores que no hay peor sensación en una pista que la de la condescendencia de la grada, así que esos ánimos cuando está casi todo perdido le atormentan. No es predilección; sencillamente, el público, que se ha dejado los cuartos en la entrada, quiere más. Pero Alcaraz aprieta y aprieta, destroza el revés del adversario –tercero consecutivo al que se enfrenta en el torneo, tras los de Shapovalov y Musetti– y sigue diciéndole al mundo que ahí está él, imperial, imparable y meteórico. Carlitos, marca registrada. “Lo tiene todo, puede decidir el futuro de nuestro deporte”, repite estos días el sueco Mats Wilander, que de historia algo sabe.

También controla de esto Juan Carlos Ferrero, otro que rompió moldes siendo un crío, otro que besó la cima del circuito y otro que, además, para redondear, conquistó el gran templo parisino hace 20 años, cuando en una pedanía de Murcia nacía un tal Alcaraz; pelo azabache, dentadura prominente, cuerpo de fideo y talento descomunal. Se revuelve el técnico nervioso porque a su chico le cuesta un poco cerrar. No hay desliz alguno. No hay ensañamiento, pero remata Alcaraz, prácticamente redonda la actuación. “He jugado uno de los mejores partidos de mi carrera, sentía que podía hacer lo que quisiera con la pelota”, dice el español a pie de pista. “No paro de pensar en ese partido”, se sincera apuntado a Djokovic. “Semis? Let’s do it!”, firma. “Hagámoslo”. Pues eso, Carlitos.

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