Año de retiradas

Pintura de Giorgio Morandi titulada 'Naturaleza muerta' (1932), de la Galleria Comunale d'Arte Moderna e Comtemporanea, en Roma.
Pintura de Giorgio Morandi titulada ‘Naturaleza muerta’ (1932), de la Galleria Comunale d’Arte Moderna e Comtemporanea, en Roma.

Hay grandes artistas de la retirada, como los hay de la mundanidad, pero yo creo que cada vez más, según se vuelven convulsos los tiempos, nos vamos inclinando por los de la primera escuela, los maestros que han preferido el retiro a la exhibición, la contención a la desmesura, Juan Gris más que Picasso, por ejemplo, Vallejo o Idea Vilariño que el despótico y desaforado Neruda, Julio Ramón Ribeyro que Carlos Fuentes o García Márquez. Acaba de publicarse, póstumamente, el cuarto volumen de la biografía ingente de Picasso a la que dedicó John Richardson una gran parte de su vida, aunque solo le dio tiempo a llegar a 1943. La biografía se quedará sin continuidad, probablemente, porque no hay nadie en el mundo que sepa más de Picasso que John Richardson, y también porque ese artista que dominó el siglo XX se va quedando algo disminuido en el XXI, por fortuna menos propenso a ese tipo de genialidades tan curiosamente cercanas al monoteísmo. El primer estremecimiento hondo que recibí este año en una galería fue el de las fotos de un artista tan retirado y contemplativo como Paco Gómez, y este largo declive otoñal de 2021 ofrece en Madrid un abanico de pintores solitarios y raros, cada uno trabajando en el retiro de su ciudad y de su mundo interior, Giorgio Morandi, René Magritte, Guillermo Pérez Villalta. Y ahora me acuerdo de que también tuvimos una exposición memorable de aquella gran fugitiva que fue Georgia ­O’Keeffe, retirada muy pronto de Nueva York a Nuevo México, y enraizada desde entonces allí como un campesino a su tierra, como Morandi a Bolonia, Magritte a Bruselas, Pérez Villalta al litoral ventoso de Tarifa, como lo estuvo Carmen Laffón a sus paisajes salinos de la desembocadura del Guadalquivir y la bahía de Cádiz.

Admiramos a los artistas que todavía trabajan con sus manos por los regalos de belleza que nos ofrecen y porque en su entrega a lo que hacen hay una lección ética, la del trabajo gustoso, la de la honestidad de lo arduo y lo tangible en una época en la que especuladores y vendedores de humo y promotores de sí mismos dominan el mundo, y en el que personas que hacen de verdad trabajos esenciales están sometidas a la más cruda explotación y a la precariedad sin esperanza, a la indiferencia, a la invisibilidad. Una jornada laboral de Morandi era tan larga y tan concentrada como la de un maestro relojero. Hay ahora entre muchas personas un impulso de retirada hacia la lentitud, por rebeldía contra la dictadura espasmódica de la aceleración, una desgana de someterse a chantajes empresariales que roban las horas del día a cambio de promesas de dinero que no compensan nada, un elegir el tono menor y hasta apartarse de todo eso que en inglés se llama la carrera de ratas. Hay quien elige emboscarse, en el sentido literal de la palabra que utiliza el gran Joaquín Araújo, fundador solitario de bosques, y que recuerda Javier Morales en un libro en sí mismo retirado y discreto, Las letras del bosque, que acaba de llegar a mis manos en este diciembre de recapitulaciones. Javier Morales es un escritor de prosa a la vez combativa y poética, en la vena ecologista del propio Araújo y de otros maestros, sobre todo americanos, que ahora, y no por casualidad, están teniendo una resonancia que no tuvieron nunca, activistas simultáneos de la justicia social, los derechos civiles y la defensa de la naturaleza, Emerson, Thoreau, Grace Paley.

Hay vasos comunicantes de lecturas y de visiones estéticas. Hay libros hechos de vasos comunicantes entre vidas que no se relacionaron entre sí. En Una vida tranquila, otro capítulo en las artes de la retirada, Coradino Vega cuenta en breves episodios que sutilmente se comunican entre sí las vidas de unos cuantos artistas dispersos por el mundo que tenían unas cuantas cosas esenciales en común, y además las de unos monjes benedictinos que fueron asesinados en Argelia en los años noventa por terroristas islámicos, según el relato de aquella pelícu­la de Xavier Beauvois, De dioses y hombres, que parece animada por el aliento de Zurbarán y de Thomas Merton. Giorgio Morandi es, por supuesto, uno de los maestros en los que se fija Vega: y junto a él, la poeta americana Jane Kenyon y el compositor catalán Frederic Mompou, cada uno de los cuales lo lleva a otros vasos comunicantes, a Fray Luis de León en Salamanca, a Emily Dickinson, a Simone Weil, a la retirada de Benjamin Britten a su pueblo costero de Aldeburgh, en el que tenía sus raíces personales y también el manantial originario de su memoria íntima y por lo tanto de su música.

La poeta, el compositor, el pintor, los monjes, han encontrado la manera de retirarse del mundo para cumplir tareas que exigen un máximo de soledad y también la de fundirse de un modo u otro en la fraternidad de sus semejantes

Entre personas tan distintas, arraigadas en lugares tan alejados entre sí, Coradino Vega encuentra afinidades profundas, todas las cuales sin duda despiertan un eco en él mismo, en su propia actitud hacia la literatura, el trabajo y la vida. Se puede ser muy confesional sin usar en ningún momento la palabra “yo”. Hasta los dos golpes en seco de la crisis financiera y luego de la pandemia, casi todo el mundo dedicado a las artes alimentaba la fantasía de una extraterritorialidad menos cosmopolita que globalizada, en paralelo a las deslocalizaciones de la economía y al fluir sin ninguna traba de las corrientes financieras, no así de los trabajadores ni de los pobres. Cada uno de estos personajes elegidos por Vega mantiene una relación nutritiva y orgánica con el lugar en el que está asentado, que no tiene por qué ser el de su origen, pero hacia el que tiene lazos indestructibles de lealtad. Morandi vivió toda la vida en Bolonia, y los colores y las formas de sus cuadros, incluso de los bodegones, son los de su ciudad natal, hasta los del patio que veía desde la ventana de su estudio. Jane Kenyon, nativa de las llanuras casi árticas fronterizas con Canadá, escribió lo mejor de su poesía en una granja en los bosques de Nueva Inglaterra. Los monjes de Xavier Beauvois vinieron de Francia, pero eligieron vivir en un convento de Argelia, consagrados a la contemplación, al trabajo manual y a la asistencia a los desposeídos, y también eligen morir allí, aunque podrían fácilmente haber huido hacia la seguridad. La poeta, el compositor, el pintor, los monjes, han encontrado la manera de retirarse del mundo para cumplir tareas que exigen un máximo de soledad y también la de fundirse de un modo u otro en la fraternidad de sus semejantes. No puede haber más nobleza en una retirada.

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