Cambio y continuidad en Francia

Con el nombramiento de Élisabeth Borne como primera ministra de Francia, el presidente Emmanuel Macron ha enviado las señales iniciales sobre cómo será su segundo mandato tras su reelección en las presidenciales de abril. Esta veterana tecnócrata sin ninguna experiencia electoral encarna la continuidad con las políticas del presidente. En el primer quinquenio fue sucesivamente ministra de Transportes, de Ecología y de Trabajo. Y, sin embargo, su designación marca una deseable inflexión después de que Macron gobernase durante ese mismo periodo con dos primeros ministros conservadores, Édouard Philippe y Jean Castex. Borne es la primera mujer que ocupa el cargo en tres décadas y la segunda en la historia de Francia, se identifica con la socialdemocracia y se declara de izquierdas.

Es posible que el nombramiento refleje la voluntad declarada del presidente de la República de gobernar con un nuevo método, más dialogante, y con una nueva sensibilidad social. La designación del Gobierno, en las próximas horas o días, dará más pistas. De momento, Macron ha hecho honor a la reputación de ser un presidente aún adepto al recurso de “al mismo tiempo”, latiguillo que solía usar en sus discursos hace unos años. Borne será quien encabece la campaña para revalidar la mayoría presidencial en las legislativas de junio y su nombramiento garantiza que no habrá un viraje brusco en la presidencia. Al mismo tiempo, reforzará el mensaje social y ecológico de un movimiento que se ve a sí mismo como progresista. Indica una voluntad de amarrar al electorado de centroizquierda que constituye una de las patas del macronismo y, al mismo tiempo, no ahuyentar al otro caladero electoral, la derecha moderada: la nueva primera ministra conoce al dedillo la alta Administración y ofrece una imagen de solidez y fiabilidad.

El nombramiento plantea otra cuestión de fondo: la pérdida progresiva de peso de la figura del primer ministro en Francia, reducido en los años recientes a un papel de ejecutor obediente de las políticas presidenciales. El fenómeno no es nuevo y se explica por el sistema de la V República, que concentra enormes poderes en el jefe del Estado. Pero la tendencia a acaparar competencias se ha acentuado con Macron, y el nombramiento de Borne lo confirma: su perfil es el de una primera ministra sin ambiciones personales ni la tentación de hacerle sombra al jefe, en vez de un político con autonomía y perfil propio. Aunque la Constitución de 1958 dice que “el primer ministro dirige la acción del Gobierno”, hoy es difícil discutir que quien la dirige es el presidente. El presidencialismo a la francesa permite tomar decisiones con rapidez, sin los contrapesos ni la deliberación de otras democracias occidentales. En las crisis puede ser una ventaja. Pero tiene una desventaja: cuando uno lo decide todo, el descontento y la cólera popular se dirigen hacia esta persona y la calle se acaba convirtiendo en el único contrapeso. Macron lo comprobó durante su primer mandato con la revuelta de los chalecos amarillos y con la animadversión casi visceral que despertó en una parte de la ciudadanía. Veremos si conjura el riesgo de que suceda lo mismo en el quinquenio que acaba de empezar.

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