Ciudad

Durante dos siglos fue Sevilla la capital de Europa, que es como decir del mundo porque el mundo nuevo que estaba emergiendo lo hacía justo en los talleres, dársenas, atarazanas y palacios sevillanos. No lo digo para gloria de Sevilla, sino para memoria nuestra. Es para mí una obligación volver cada año a aquella ciudad tratando de entender el tránsito del poder, el giro de la Fortuna.

Hace justo 100 años, en 1921, publicaba Chaves Nogales uno de sus primeros y juveniles libros, La ciudad, magníficamente editado por Ignacio Garmendia en la imprescindible Obra completa del escritor (Libros del Asteroide). Es instructivo ver si algo queda de la Sevilla de hace un siglo. La prosa del Chaves veinteañero no es aquella navaja afilada en un pedernal de inteligencia como lo fue la del Chaves adulto, pero así y todo da una idea muy fina de cuáles eran los grandes palos que aún permitían navegar a la nave hispalense y dejan ver, en transparencia, lo que de ellos queda hoy en día, que es muy poco.

Algunos elementos esenciales son ahora algo distinto e incluso opuesto. En tiempos de Chaves el paseo del Guadalquivir era para la nobleza, como los Campos Elíseos de París. El camino era entonces limitado (“desde el Puente de Triana hasta la Villa Rosa”) y es hoy kilométrico, pero el cambio mayor es que entonces era río y hoy no lo es. Se trata de una deidad muerta, aunque su simulacro actual posea un encanto indudable. Fue necesario matarlo porque era un dios antropófago, como los aztecas, y devoraba sevillanos en cada crecida. Otras divinidades no han cambiado, así el Jesús del Gran Poder, que sigue estremeciendo a quienes lo ven volar por las calles en Semana Santa.

Abre el libro una frase lapidaria: “En nuestra ciudad, la muerte es siempre un asesinato”. Hay que evitar morirse en Sevilla, de modo que, ¡ea!, allá me voy.

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