Como el agua o el vidrio

De las cenizas del periódico queda al cabo de los años el oro de la literatura. Escritas en presente, destinadas a la duración de un solo día, las palabras sobreviven intactas en el porvenir sin perder la vibración instantánea con la que nacieron. Pero en la literatura del periódico, como en la del libro, no es oro todo lo que reluce, y con el tiempo la columna más concienzudamente literaria se queda obsoleta y se disgrega como el papel viejo en el que se imprimió, y son las voces en apariencia comunes y urgentes del reportero o el redactor de batalla las que resulta que perduran. En los periódicos españoles de los años treinta abundan las colaboraciones bien destacadas tipográficamente de literatos célebres, Ortega y ­Gasset, Unamuno, Baroja, pero muchas de ellas, leídas ahora, suenan retóricas, o pomposas, o frívolas, o embarazosas por el impudor de sus prejuicios —hay artículos de Baroja sobre los judíos en la Alemania de Hitler que hielan la sangre—. Y, en cambio, donde nos asalta la literatura es en las crónicas de actualidad que firman periodistas a los que nadie concedía en el momento el menor prestigio de escritores: Josefina Carabias, Manuel Chaves Nogales, Luisa Carnés, que se hizo contratar como camarera para contar por dentro la vida agotadora de las mujeres que trabajaban de doncellas de cofia blanca y uniforme negro en los hoteles de lujo de Madrid.

Me acordaba de aquellos reporteros cuando leía hace poco en este periódico el relato de Antonio Jiménez Barca sobre los cuatro días que pasó viajando con un camionero por las carreteras de media Europa, ejerciendo una tarea de contar vidas en la cual las distinciones en el fondo clasistas sobre periodismo y literatura se vuelven superfluas: literatura es contar el mundo con el máximo grado posible de verdad, unas veces a través de la ficción y otras ateniéndose a los hechos desnudos. La perduración sorprendente de los antiguos cronistas que nunca tuvieron tiempo de considerarse escritores se parece a la de esos extraordinarios fotógrafos a los que nadie llamó artistas porque mostraban su trabajo en las páginas de diarios y de revistas semanales y no en las salas blancas de las galerías, ni en el papel reluciente de los catálogos: pero ahora sabemos, como no se cansó de repetir durante muchos años Publio López Mondéjar, que las fotos de actualidad de Alfonso o de Santos Yubero poseen una calidad estética que no distrae de su valor testimonial, sino que lo fortalece.

Yo creo que a los que escribimos en el periódico como invitados literarios nos viene bien una actitud respetuosa de colaboradores en un espacio común, más que de dudosas estrellas solistas haciendo exhibición de su virtuosismo o de sus contorsiones de acrobacia verbal. La prosa del periódico, como la de la vida diaria, está hecha para contar cosas que interesen a ser posible a mucha gente, o que al menos no excluyan de antemano a nadie sugiriendo claves o guiños que solo unos cuantos entendidos pueden compartir, o utilizando jergas de pedantería y de opacidad académica. La prosa del periódico es una variante del lenguaje de la democracia, que sirve para que las personas se entiendan entre sí, y para que puedan definir con la mayor precisión similitudes y diferencias, zonas amplias de acuerdo y otras igual de necesarias de diatriba, de crítica, de denuncia, de indagación solitaria. La prueba de que la prosa no es una dedicación especializada, sino una facultad común, está en que una gran parte de la mejor prosa que conocemos no la han hecho escritores literarios: la prosa de Charles Darwin, que era un naturalista; la de Rachel Carson o Lynn Margulis, que eran biólogas; la del joven Primo Levi, que era químico cuando escribió Si esto es un hombre; la prosa extraordinaria de las memorias de Ingmar Bergman; la de Oliver Sacks, que no dejó nunca de ser un neurocientífico.

Una prosa de periódico que acabo de descubrir es la de Natalia Ginzburg. Ese bibliotecario benévolo y sorprendente que es el azar me ha puesto entre las manos un volumen de sus colaboraciones con La Stampa de Turín entre diciembre de 1968 y octubre de 1970, Mai devi domandarmi. Son artículos largos, de una extensión ahora tristemente abolida, en torno a las 2.000 palabras, que permite ir paso a paso al grano y también dejarse llevar hasta cierto punto por la propia corriente de la reflexión, sin la prisa por llegar en línea recta a conclusiones fulminantes. No se puede decir que Natalia Ginzburg escriba crónica, y menos todavía columnas de opinión ceñidas a una actualidad tan apremiante como la de Italia en aquellos tiempos, entre los torbellinos del 68, el comienzo de la criminalidad terrorista en la que tan bien se conjuntaron, como suele ser su costumbre, la extrema derecha y la extrema izquierda. El tono de la escritura se parece más bien al de un diario que se fija en lo cotidiano y se desliza con naturalidad hacia la rememoración del pasado. Pero la mirada de Ginzburg es voluble y nunca egocéntrica, contemporánea pero también desapegada de un presente en el que al cumplir años ha empezado a no reconocerse. Parece que escribe, como Montaigne, de lo primero que se le pasa por la cabeza, sin preocuparse de encontrar una “percha” con la que asegurarse la relevancia prestada de lo actual. Escribe de cine, de ópera, de novelas, de obras de teatro, de su infancia, de las amigas que tuvo en el instituto, de Estados Unidos, de la fe religiosa o la ausencia de ella, de un desconocido con patillas y bigotes blancos que la rondaba cuando salía de la escuela, del psicoanálisis, de la crítica literaria, de su desgana y su distracción en los viajes, de la llegada a la vejez, de los comentarios desdeñosos que le hacen sus hijos cuando les da algo suyo a leer. Escribe como hablándole a un interlocutor al que la uniera una confianza respetuosa, en la que cabe la confesión de la propia fragilidad y hasta la burla de sí misma, a un amigo o a una amiga que es reciente y ya parece de toda la vida. Describiendo la prosa de otro escritor, Ginzburg retrata exactamente la suya: “… una prosa tranquila, clara, austera y paciente. Una prosa invisible como el agua o el vidrio”. Es la clase de prosa respirable que seduce a alguien al abrir un periódico en 1970, y que se mantiene igual de limpia y de viva 50 años después.

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