Cuanto más se habla de sexo, menos se practica

Si es cierto que, como decía san Agustín de Hipona, “nadie puede vivir sin placer”, también resulta evidente que cuanto más se habla de sexo, menos se practica. La frecuencia de las relaciones sexuales en parejas consolidadas que se consideran felices es de una vez y media al mes. Un dato desalentador, al igual que lo es la situación de los jóvenes, que practican la abstinencia completa casi cuatro veces más que sus coetáneos del pasado.

La búsqueda del placer representa una de las paradojas más crueles de la sociedad actual, orientada hacia el bienestar a toda costa: a una siempre creciente posibilidad de experimentarlo corresponde una mayor incapacidad de obtenerlo o disfrutarlo. Pensemos en la sexualidad: ahora que el sexo es cada vez más accesible, el índice de insatisfacción que declara la gente es el más alto hasta la fecha.

Hemos pasado de la prohibición sexual a una felicidad sexual obligada. Y la creciente libertad de expresión acerca de la orientación y la voluntad sexual junto con la caída de los tabúes se inscriben en un contexto donde el contacto se produce, más que en la vida real, a través del medio tecnológico. En ese medio, los estímulos se elevan al máximo grado y no solo hacen que la realidad parezca decepcionante, sino que también son una vía de escape que genera en el individuo la ilusión de protección frente a una posibilidad de fracaso.

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El avance tecnológico del nuevo siglo se produce en una sociedad en la que el miedo a no estar a la altura socava la capacidad de ponerse en juego el placer del reto y el estímulo de la confrontación. La tecnología se convierte en una excusa. Es el caso del sexo virtual. Hoy en día, gracias al teléfono inteligente, se puede acceder 24 horas a material pornográfico variado o videochats eróticos, y lo que antes se llamaba autoerotismo ahora, gracias a la realidad aumentada, va mucho más allá. La sexualidad interactiva parece ofrecer sensaciones más intensas que las reales, al no estar condicionada por la ansiedad de rendimiento o por el temor al fracaso que el contacto directo puede provocar.

De la unión hombre-tecnología en esta pospandemia preocupa, por otra parte, la creciente confusión entre real y virtual: es difícil discernir lo que es verdad de lo que es ficción. A menudo, las relaciones surgen hablando por Instagram o conociéndose en Twitter, y los jóvenes se comprometen con una pareja que solo conocen virtualmente. Esto en principio no es dañino, pero, si de la relación virtual no se pasa a un conocimiento real, existe el riesgo de fomentar una incapacidad relacional. Y también está la posibilidad de desarrollar un verdadero trastorno compulsivo que, como en el cibersexo, se manifiesta a través de una obsesión irrefrenable que se autoalimenta.

Jóvenes y adultos, sin preferencias de género o edad, quedan atrapados en la Red hasta perder la motivación para mantener relaciones íntimas. ¿Para qué arriesgarse, si se puede alcanzar el ápice del placer sin tener que esforzarse en el cortejo o en una relación?

Las nuevas tecnologías están cambiando nuestra sexualidad y la forma de sentir placer y, en paralelo, ha cambiado la manera de crear, estructurar y gestionar las relaciones. Entre los jóvenes de esta generación hiperconectada, las primeras fases de la relación se llaman talking (hablar, en inglés): en vez de charlar en persona o por teléfono, se escribe en las redes sociales (entre las más usadas están Instagram y WhatsApp). En la generación milenial, el uso de webs de encuentros virtuales crece continuamente, y es allí donde comienzan muchas relaciones. Para los más tímidos esto supone un impulso, porque favorece más oportunidades de conocer gente nueva. Y permite superar el primer obstáculo de la confrontación cara a cara, cuyo temor podría disuadirles. Si todo va bien, después la relación traspasa el mundo virtual, irrumpiendo en la realidad.

Los problemas empiezan en el momento en que algo va mal en el ámbito virtual; entonces, es mucho más fácil abandonar saliendo de escena, sin dar explicaciones. El ­ghosting es el fenómeno por el que se finaliza una relación desapareciendo como un fantasma: no más llamadas ni mensajes, no más me gusta. Resulta mucho más sencillo que la confrontación directa: uno evita enfrentarse a la rabia y al sufrimiento de la pareja, a la petición de explicaciones o al propio dolor. De la nada empezó la relación y en la nada acaba, con repercusiones no solo para el que es dejado —que queda huérfano de una explicación—, sino también para quien deja, porque vuelve a estar de nuevo solo, incapaz de asumir su responsabilidad. Ambos, tras haberse lamido las heridas, volverán a conectarse con la esperanza de que la próxima vez irá mejor, con la ilusión de reducir su sensación de soledad, que sin embargo evolucionará quizá en una soledad por hiperconexión: cada vez más conectados y cada vez más solos.

La pregunta es: ¿qué hacer al respecto? Otra paradoja de la tecnología y el placer es que el progreso tecnológico contiene de forma intrínseca el bien y el mal; es a la vez limitación y recurso. Como ha ocurrido con muchos descubrimientos e inventos a lo largo de la historia, no es el instrumento en sí lo que es bueno o malo. El uso que se hace de él es lo que lo convierte en una u otra cosa. El reto de nuestro tiempo es entender los fenómenos ligados al uso de las nuevas tecnologías y los problemas que conllevan, considerando que su peculiaridad no tiene precedentes en la historia y, por tanto, no puede ser leída con las lentes deformantes de teorías formuladas antes de su aparición. Nuevos problemas requieren nuevas soluciones, y estas no deben contemplar la demonización del instrumento y de sus placeres relacionados, sino más bien un uso orientado a transformar las limitaciones en recursos, a protegerse de posibles riesgos y a gestionar sus potencialidades. En definitiva, tratando de aplicar al placer tecnológico las palabras de Oscar Wilde: “Si te lo concedes, podrás renunciar a ello; si no, se volverá irrenunciable”.

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