De Ucrania a las vallas espinosas de Melilla

Veintitrés —o más— jóvenes muertos en las vallas de Melilla y, otra vez más, reina el horror. La cuestión, la única cuestión central, más allá de la necesidad de investigar el comportamiento de las fuerzas de seguridad, conduce, de nuevo, a la misma paradoja. La UE lamenta las acciones policiales en las fronteras espinosas, pero no asume que ha tirado la piedra primero porque ambos gobiernos implicados, marroquí y español, ejecutan el mismo lema de la Comisión Europea: limitar a todo precio la llegada de inmigrantes del Sur. Desde la creación en 1986 del mercado común, la UE ha puesto en marcha un paradigma discriminatorio que rige su visión de la inmigración: solo pueden circular y residir libremente en territorio del mercado europeo los “ciudadanos comunitarios” o del espacio económico europeo. Al resto les espera los estatutos del inmigrante legal (que privilegia a “los que necesitamos”), o el estigma de la clandestinidad, que encarna una población inevitablemente más numerosa por el crecimiento demográfico, la pobreza, el subdesarrollo social, una división del trabajo regional insoportablemente desigual entre el continente africano y Europa.

Hace más de 30 años que se lucha con herramientas de guerra contra esta inmigración indeseada, 30 años que nos muestran la realidad de tragedias humanas, de muertos en los desiertos, en el Mediterráneo, de persecuciones en las calles y en las fronteras cada vez más blindadas de Europa. Y, mientras, la presión migratoria y las peticiones de asilo (y de socorro) no han dejado de poblar la vida diaria de la prosperidad europea. El cerrojo de los acuerdos de Schengen estalló en pedazos en 2015 con la llegada de los refugiados sirios, pero la respuesta de la UE sigue siendo la de cerrar las puertas. Es lo que justifica que el trabajo sucio se traslade a otros países guardianes de las entradas en Europa: Turquía, Libia, Marruecos, etcétera.

La invasión rusa de Ucrania, este año, ha arrojado una luz cruda y aún más ácida sobre este callejón sin salida migratorio europeo. La UE ha abierto los brazos generosamente, desempolvando de sus cajones una vieja directriz de 2001 para autorizar la acogida legal de millones de refugiados ucranios, sin ningún control, e incentivando una ola de solidaridad entre las poblaciones europeas cuyas consecuencias todavía no se pueden medir. Este gesto, en sí mismo, no podía dejar indiferentes a los jóvenes africanos arrinconados desde años en el otro lado del Mediterráneo. España ha acogido en unos meses a unos 140.000 ucranios. Los jóvenes condenados hoy bajo la tierra en Marruecos pensaron probablemente que podían también aprovechar de esta generosidad. Se engañaron a sí mismos.

La UE, que no deja de abogar contra el proteccionismo económico mundial, opone al mismo tiempo un mercado de trabajo despiadadamente proteccionista frente al Sur. Sabe que así está condenando a la desesperanza a los que, en este flanco, buscan emigrar para vivir con dignidad. Si la UE no desea abrir este mercado a los trabajadores del Sur, debe adoptar por lo menos un proyecto global, concertado, de circulación regulada y, sobre todo, de codesarrollo efectivo. Es hora de financiar proyectos económicos reales con los países de origen y de tránsito para estabilizar la petición migratoria. Entre el gesto de bienvenida a los ucranios y la realidad sangrienta en las vallas melillenses, vacila la responsabilidad histórica y el grado de humanidad de la Unión Europea.

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