El amor en los tiempos de Spotify

Fui uno de los testigos de aquella boda, y recuerdo perfectamente cómo al terminar la ceremonia el cura se acercó a mi amiga y le dijo a espaldas del novio y del niño Jesús: “Comparte con tu pareja todo: la hipoteca, las cuentas de Filmin y HBO, la pasión por el Atlético de Madrid, vuestros amigos, hasta la cuenta de Instagram si sois tan petardos. Pero nunca compartáis Spotify, porque en el caso de que vaya mal, eso no hay Dios que lo arregle”.
Mi amiga lo oyó pero no lo escuchó, claro, como la misa. Estaba demasiado enamorada como para hacer caso. Y cuando su marido le ofreció compartir el premium de Spotify no lo dudó un momento. Hicieron listas, compartieron canciones y se montaron, con los años, una banda sonora a su medida. Ecléctica, disparatada y a ratos intensa. Por las mañanas, trabajando, se disputaban el control. Si él entraba y veía que lo tenía ella, le ponía una canción y se iba; ella, lo mismo. Era una manera de llamar a la puerta para decir que estuviste allí. A veces él se quedaba dentro para saber qué estaba poniendo ella en su oficina y adivinar con qué animo andaba, y ella hacía lo mismo: si él escuchaba música clásica, la tendría a volumen bajo mientras se concentraba en su trabajo; si escuchaba pop español, estaba cantando y bailando solo en el salón; si escuchaba grupos alternativos, es que había visita en casa y trataba de dárselas de entendido sin entender una mierda.
Guardaban una lista de canciones, y en la lista guardaban una canción: Paloma, de Calamaro, la canción de ellos, la canción que sonó en el baile de boda y la canción que llevaba el nombre de ella. Sólo cuando se separaron, después de diez años, escuchó aquello que le dijo el cura. No hubo ningún problema con nada salvo con la música. ¿Cómo renunciar a tu histórico cuándo más te hace falta? Y peor aún, ¿cómo dejar que tu ex vea lo que escuchas tras la ruptura? Se seguían queriendo, aunque de la manera irremediable en que se querían dos personas que habían estado enamoradas y ya no lo están. Y los dos sabían que en el momento en que él la sacase de Spotify se terminaría todo, acabarían por soplar la última vela.
Seguían poniéndose de vez en cuando canciones cuando estaban nostálgicos o divertidos. Las que compartieron juntos en los conciertos, las que escuchaban en sus viajes en coche, las que ponían en el salón cuando llegaban de fiesta y abrían las últimas cervezas. Hasta que ella empezó a salir varias semanas con un chico, y una noche se fue a la cama con él. Tenía música de fondo, me dijo que ni recuerda cuál. “Yo te cuento todo esto y tú le pones literatura”, me dijo esta Navidad en casa.
Ocurrió que cuando estaba en pleno acto con su amante, el Spotify cambió de manos y empezó a sonar la música que le estaba poniendo él a 600 kilómetros de ella. La que sonó en la boda, la que sonaba en casa cuando cocinaban juntos, las canciones de La leyenda del tiempo de Camarón que ella amaba y él no tanto, y cuando empezó a llegar al orgasmo él le puso Paloma, y luego Paloma otra vez, y una vez más, y lo supuso echándola de menos (“mi vida, fuimos a volar con solo paracaídas”), y no aguantó más mientras pensaba que había sido el trío más absurdo y fantástico que había hecho en su vida, y muerta de placer y dolor le pidió, al día siguiente, que la sacase de la aplicación.
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