El aprieto de ponerle nombre a un bebé

– Jean Pierre, ¿tus padres son franceses?

– No, de aquí, de Alcorcón.

Sucedió en una escuela infantil a la que asiste la hija de un amigo. Hay que ir muy fuerte por la vida para poner a tu hijo Jean Pierre cuando no tienes ni un solo gen francés. Pero, bien pensado, si te gusta el nombre de Jean Pierre, ¿por qué no vas a ponérselo a tu hijo? La vida es corta y llena de sufrimiento, Dios no existe y nada importa nada, así que ¿por qué no darnos esas pequeñas alegrías?

Lo de los nombres está cambiando mucho. Hay Zoes, y Noas, y Chloes, y Niles, y Enzos e Izans. Nombres de toda la vida como Sergio, Carmen, Rodrigo, Marta, Álvaro o Teresa resultarán tan extraños y anacrónicos a las nuevas generaciones como a la nuestra lo son Eustaquio, Remigia, Hermógenes o Visitación. Es uno de los principales objetivos del implacable paso del tiempo: hacer de nuestras vidas algo ridículo a ojos de los habitantes del futuro.

Elegir un nombre para una nueva persona no es tarea fácil: si se hace mal puede pesar como una losa durante toda la vida de nuestros vástagos, bien elegido puede sumar notablemente a sus talentos naturales. Por ello, hay que tener en cuenta muchos factores. En mi opinión, la virtud está en el aristotélico punto medio entre modernidad y tradición. Creo que si la persona tiene un apellido muy común es bueno ponerle un nombre con más personalidad, los nombres comunes van bien con apellidos raros. No sé si abundan casos como Rodrigo Rodríguez o Álvaro Álvarez, me consta que hay un Marc Márquez, que es motociclista.

Existe una opción muy tradicional, que es ponerle al hijo el nombre del padre, con lo que se perpetúa la nomenclatura generación tras generación. Conozco a hijos que se llaman igual que sus padres, que sus abuelos, que sus bisabuelos: es fácil notar el peso del linaje sobre tu propio nombre, todo un agobio en tiempos individualistas. También tradicionalmente se ha puesto el nombre que marcaba el santoral (conozco casos actuales de esta práctica), aunque es dejar demasiado en manos de la suerte, de la biología y de los santos. Tomemos el control de nuestras vidas, o, al menos, de la de nuestros vástagos. Quién sabe, tal vez en un futuro próximo los nombres de la gente se parezcan a los nicks de internet: @Poopi_flip, Xpepe96 o Nebula.5. Será un mundo hermoso.

Para nuestra pequeña Candela barajamos muchos nombres, pero tampoco tantos. A Liliana le gustaba Miranda, que a mí me parecía pijolín hipster; o Guillermina, que a mí me sonaba a marquesa venida a menos en una página de Proust. Yo era partidario de rimbombantes nombres mitológicos, como Andrómeda, Calíope o incluso Terpsícore, musa de la danza y el canto coral. Por razones evidentes, Lili me paró los pies. El primer nombre finalista fue Celeste y, de hecho, antes de nacer, Candela se llamó así durante un tiempo, aunque probablemente ella nunca lo sabrá. Es un nombre poético y además, como el padre estudió cosas astrofísicas en la carrera, le venía al pelo. Pero con el tiempo nos pareció un poco cursi y un amigo sugirió Candela, que enseguida nos convenció (hubo unos días locos de nombre compuesto, el hermoso Candela Celeste, que al final juzgamos excesivo).

Candela nos pareció un nombre fresco y moderno a la vez que tradicional. Supongo que las Candelas del ayer se llamaban María de la Candelaria o algo por el estilo. Además, tiene un aire andaluz (aunque, sorprendentemente, es más bien tinerfeño, de donde es la Virgen de este sector), muy apropiado para honrar a mis genes paternos, y un viso extrañamente lavapiesero, donde Candela se cría. Candela suena muy lolailo, pero esto a la madre no le gusta escucharlo. Lo mismo servirá si Candela se convierte en una jipi zarrapastrosa que ande tirada por ahí fumando flores como si la nena tiende a la pijez y se pasa las tardes en vernissages de arte contemporáneo haciéndose selfis con morritos. Pero lo mejor de Candela es que significa fuego.

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