El fin del consenso

Han aparecido algunos aspectos en el debate público que rompen el consenso que más o menos existía. El primero es el más coyuntural: ha reaparecido la inflación entre nosotros, y la discusión consiste en si la subida de precios es temporal o se extenderá en el medio y largo plazo, lo que transformará la política de estímulos, liquidez y de bajos tipos de interés de los bancos centrales, tan protagonistas. El segundo es el más estructural y viene de lejos: el papel que debe tener el Estado en una economía agobiada por un virus y que se pretende sostenible e igualitaria.

Recientemente, la profesora de Economía de la Innovación en el University College de Londres Mariana Mazzucato escribía que tras la Gran Recesión y los primeros efectos de la pandemia (todavía no había aparecido su nueva variante ómicron), la mayoría de las instituciones económicas se están rigiendo por normas anticuadas, de otros tiempos, lo que les impide conseguir las respuestas adecuadas para poner fin a incertidumbres como las de la covid, el cambio climático, la extrema desigualdad o la fragilidad económica (Un nuevo consenso económico mundial; EL PAÍS, 15 de octubre).

Entre esas instituciones figura, en una posición central, el Estado. Mazzucato se ha hecho misionera del llamado Consenso de Cornualles (Inglaterra), que pretende sustituir al anticuado Consenso de Washington, muerto pero no enterrado, y predica una transformación de la naturaleza del Estado: en lugar (o además) de ser la unidad de cuidados paliativos de la sociedad para reparar los fallos y abusos de los mercados interviniendo cuando el daño a los ciudadanos ya está hecho, ha de dar un salto cualitativo y actuar anticipadamente para proteger a la gente de aquellos; reemplazar la clásica redistribución a través del gasto público y de los impuestos por la predistribución, consistente en evitar en el origen las asimetrías, modificando el funcionamiento de los mercados cuando no son eficientes y equitativos. Con estas funciones predistributivas sería, por ejemplo, mucho más natural que ahora el Estado actuase en el sector de la energía para tratar de corregir el desorbitado precio de la luz. Incluso creando una empresa pública, si ello fuese parte de la solución.

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De los riesgos crónicos de la economía actual, uno de los más persistentes es la desigualdad. Con este modelo es imposible cumplir en el año 2030 los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. La desigualdad se ha conformado como el ADN de nuestra sociedad y ha acabado por sustituir al contrato social que se fraguó después de las dos guerras mundiales —que proponía un cierto equilibrio entre los beneficios y los sacrificios— y por instalar en la normalidad el llamado efecto Mateo (por el evangelista del mismo nombre): al que tiene más, más se le dará, y al que no tiene se le quitará para dárselo al que más tiene.

Con una peculiaridad que se ha acelerado desde la pandemia: la globalización había incrementado las diferencias económicas entre los ciudadanos, pero había limitado las de las naciones. La campaña de vacunaciones para combatir la covid ha reabierto las antiguas brechas entre países y zonas geográficas: mientras en unos ya se aplican las terceras dosis y las vacunas para niños, en otros el porcentaje de ciudadanos vacunados no llega a un dígito.

Ante una coyuntura tan mutable y difícil de comparar en sus características principales con otras, con una persistente pandemia que no acaba de morir, una inflación que no se veía desde hace casi tres décadas, un gran atasco global del comercio o millones de empleos vacantes, algunos nostálgicos recuerdan los tiempos de la Gran Moderación (años ochenta y noventa) en los que se venció a la volatilidad económica y hubo crecimiento sin inflación. Sin embargo, ahora se añade un elemento a ese cóctel que entonces apenas se tenía en cuenta o tan solo formaba parte de la letra pequeña, y ahora es central en las preocupaciones de la gente: embridar las desigualdades. Los ciudadanos no votan para sentirse discriminados o pobres.

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