El mal

El escritor argentino César Aira dijo hace poco: “Me parece patético que traten de verle algo bueno a esta pandemia, que es lo peor sin atenuantes que nos ha pasado”. Al leerlo pensé: “Al fin alguien lo dijo”. Porque desde hace meses, en todas las entrevistas, las preguntas llegan encadenadas como gemelos siniestros: “¿Cómo te afectó la pandemia?” y “¿qué pudiste sacar de bueno?”. Respondo a la primera como puedo, como alguien que no perdió empleo ni casa, que no fue rozada por la muerte. Pero la segunda empieza a producirme hostilidad. ¿Cuántas toneladas de autoayuda y mindfulness hemos tragado para engendrar esa necesidad maníaca de encontrarle a todo una enseñanza? El dolor, a veces, es simplemente dolor. No purifica, no nos hace mejores. Sólo daña. No puedo sacar nada bueno de la muerte de mi madre. Ni del lacerante período que vino después de que un hombre al que quería me dejara cuando yo era demasiado joven. Ni de las confesiones tenebrosas que me hizo mi padre mientras viajábamos solos hacia Buenos Aires. No puedo sacar nada bueno de la noche en la que tuve que ir al hospital a buscar a un hombre al que adoro y a quien, por su aspecto, confundí con un mendigo. Salvo que deba estar agradecida por haber contemplado el cuerpo desnudo y amarillo de mi madre; por haber escuchado la letanía desfigurada de mi abuela contra su propia vejez; por contemplar la decadencia de la carne de mi carne; por haber aprendido demasiado temprano que nunca más debía tomar en serio las cosas que no dependían de mí “como el amor, la amistad y la gloria”; por descubrir que el hombre que me había prometido que yo me comería el mundo mientras él me cuidaba las espaldas era también el hombre que podía aniquilarme. No puedo sacar nada bueno de eso. El mal a veces es sólo el mal y lo único que se puede hacer es respetarlo.

Inicia sesión para seguir leyendo

Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis

Gracias por leer EL PAÍS

Enlace de origen : El mal