El ‘pissarro’ expoliado del Thyssen: una obra maestra que simboliza el violento siglo XX

El 'pissarro' expoliado del Thyssen, en el salón de la casa de Lilly Cassirer en Berlín en los años treinta, en una foto del archivo familiar.
El ‘pissarro’ expoliado del Thyssen, en el salón de la casa de Lilly Cassirer en Berlín en los años treinta, en una foto del archivo familiar.

El 15 de diciembre de 1897, Camille Pissarro escribió una carta a su hijo Lucien en la que le anunciaba que había alquilado una habitación del Grand Hôtel du Louvre, desde la que poder trabajar: “Me encanta tener la posibilidad de pintar esas calles de París que solemos considerar feas, y que en cambio son tan plateadas, luminosas y llenas de vida. ¡Son la plena modernidad!”. El decano de los impresionistas tenía 67 años y arrastraba una enfermedad en el lagrimal del ojo izquierdo que lo había retirado de los campos, donde durante décadas dio una nueva dimensión a la pintura al aire libre. A resguardo del polvo y del viento, se dedicó a mirar por la ventana, y terminó 15 vistas sobre una ciudad que bullía esos días por el caso Dreyfus y el Yo acuso de Émile Zola, que destaparon el antisemitismo de la Tercera República. Su galerista, Paul Durand-Ruel, vendió en 1900 una de las más bellas, titulada Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, a los Cassirer, familia judía de empresarios y amantes del arte. 125 años después de su creación, aquel cuadro está en el centro de una disputa internacional de más de dos décadas.

El único descendiente vivo de sus primeros propietarios se llama David Cassirer y es un músico jubilado de 67 años que vive en San Diego. Según contó en una larga conversación telefónica con EL PAÍS, está decidido a “llevar hasta el final” la pelea “iniciada hace casi 23 años” por su padre, Claude Cassirer. Quiere que la Fundación Thyssen-Bornemisza descuelgue la obra de la sala 31 de su museo en Madrid, donde actualmente está expuesta, y devuelva a la familia una pieza que los nazis expoliaron en 1939 a su bisabuela, Lilly Cassirer.

Tras dos sentencias en contra de sendos juzgados californianos (uno de Los Ángeles, en 2018, y el de apelación del Noveno Circuito), el caso llegó en enero al Supremo de Estados Unidos, que el mes pasado falló por primera vez en favor de la familia. La sentencia, que busca más que nada unificar criterios procesales, no se pronunciaba sobre el destino del cuadro. Pero era categórica en su decisión de devolver la pelota al tribunal de apelación, al considerar que el juez se equivocó al aplicar la norma de conflicto, que es la que decide qué ley impera, si la española o la californiana, en una disputa como esta en la que hay dos en liza, porque el demandante es estadounidense y el demandado, un Estado extranjero. España adquirió en 1993 el cuadro junto al resto de las 775 obras de la colección del barón Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza por 350 millones de dólares.

Dos visitantes contemplan el cuadro 'Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia', en el Thyssen, el pasado mes de abril.
Dos visitantes contemplan el cuadro ‘Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia’, en el Thyssen, el pasado mes de abril. LUIS SEVILLANO

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Si se aplica, como se aplicó, la norma de conflicto federal, prevalece la ley española, que dice que el pissarro está bien donde está. ¿Qué pasará ahora que tiene que aplicarse la estatal? Como casi todo en esta historia, depende de a quién preguntes.

Para los abogados de los Cassirer, la respuesta “lógica” es que mandará el derecho sustantivo de California, que afirma que una persona que reciba un bien mueble robado, como es el caso, no puede consolidar su título de propiedad por mucho tiempo que pase. Los letrados del Thysssen confían “en un 99%” en que el fondo del asunto lo seguirá decidiendo la ley española, según la cual, y en virtud del derecho de usucapión, la posesión pública del cuadro durante seis años es suficiente para considerar al museo como su legítimo dueño. (Pasaron 12, desde que la fundación abrió sus puertas hasta el momento en que los Cassirer denunciaron en 2005 los hechos en Los Ángeles).

David Cassirer, el pasado mes de enero en Washington, ante el Tribunal Supremo, que estudió el caso del 'pissarro' de su familia, propiedad actualmente del Thyssen.
David Cassirer, el pasado mes de enero en Washington, ante el Tribunal Supremo, que estudió el caso del ‘pissarro’ de su familia, propiedad actualmente del Thyssen.Susan Walsh (AP)

El abogado Taddheus J. Stauber, del despacho Nixon Peabody, que representa a la fundación desde entonces, recordó esta semana que el juez de primera instancia John Walter ya hizo en 2018 el ejercicio de imaginar qué pasaría si aplicaba la norma de conflicto estatal y obtuvo el mismo resultado que le llevó a dar la razón al Thyssen. “Hay poca o ninguna relación entre California y el cuadro en cuestión. Fue adquirido con fondos públicos españoles, y lleva décadas en Europa, desde que el barón lo compró en 1976. Su única vinculación con California es que los demandantes [los padres de David Cassirer, ambos fallecidos desde entonces] se mudaron a San Diego cuando se jubilaron. No tenemos dudas de que imperará el derecho español”, zanja Stauber.

Para Bernardo Cremades, cuyo despacho familiar se sumó en 2017 como amicus curiae para prestar apoyo a los Cassirer en representación de la Federación de Comunidades Judías de España y de la Comunidad Judía de Madrid, ese argumento es débil, porque aquel examen se hizo de una “manera muy superficial”. “Fue de pasada, y sin entrar en la cuestión. Anticipar lo que va a decidir un juez me parece pura especulación”, explica Cremades. “Me sorprende que España se siga amparando en tecnicismos para incumplir, a diferencia de otros países, los compromisos internacionales en materia de devolución de arte expoliado por los nazis; me refiero a los Principios de Washington y a la Declaración de Terezin”, añade.

El juez Walter también se refirió en su sentencia a ambos tratados firmados por España ―en 1998 (con José María Aznar en el Gobierno) y en 2009 (con José Luis Rodríguez Zapatero)―. El fallo terminaba con este párrafo: “La negativa del museo a devolver la pintura es incompatible [con esos pactos]. Sin embargo, al tribunal no le queda otra alternativa que aplicar el derecho español y no puede obligar al Reino de España ni al museo a cumplir con sus compromisos morales”.

David Cassirer celebra las últimas noticias llegadas de Washington como una gran victoria. “Pensamos que podíamos ganar, pero nunca soñé con obtener una sentencia unánime”, dijo sobre una resolución que puso de acuerdo a los nueve magistrados del Supremo más enconado en décadas. “Es muy alentador, y envía un mensaje a España y a los museos del mundo: no está bien sacar provecho del Holocausto. Este cuadro fue arrebatado a sus víctimas por los nazis: España debería devolverlo en lugar de continuar con este costoso litigio”.

Y en eso, sí están todos de acuerdo. Según datos proporcionados por el Thyssen, España ha pagado 2.735.845 euros en honorarios de los abogados en California más 310.947 euros en otros gastos. Cassirer cuenta que lleva gastados en su cruzada “entre 10 y 20 millones”, lo cual le hace pensar que las cifras hechas públicas por la parte contraria son “mentira”. Si recupera la obra, no le quedará otra que venderla porque, dice, no se podría “permitir tenerla”. “He pensado hacerlo con la condición de que se exponga públicamente”. Los tres bufetes que han trabajado en su caso, liderados por uno de los abogados más famosos de Estados Unidos, David Boies, entre cuyos clientes figuran Al Gore, Harvey Weinstein o, recientemente, la víctima de Jeffrey Epstein que alcanzó un acuerdo con el Príncipe Andrés, han fiado su compensación a obtener una victoria. “Tenemos muchas bocas que alimentar”, lamenta Cassirer.

Sea cual sea el desenlace de una de las reclamaciones de arte más sonadas de la historia, su paso por el alto tribunal ha servido para volver a poner el foco sobre las peripecias de un lienzo y de una familia que se parecen mucho a las de los judíos en el violento siglo XX. Para reconstruir ambas ha hecho falta acudir a documentos judiciales y a archivos en Washington, así como a una decena de conversaciones, en muchos casos planteadas como careos, con Cassirer, representantes de la Fundación Thyssen, abogados de ambas partes, expertos en Pissarro y especialistas en restitución de arte robado.

Lilly Cassirer, con su nieto Claude en una imagen de los años veinte en Alemania.
Lilly Cassirer, con su nieto Claude en una imagen de los años veinte en Alemania.

El cuadro llegó a la familia a través de la famosa galería que dos Cassirer, Bruno, que además fue el gran editor alemán de los impresionistas, y el primo de este, Paul, tenían en el número 35 de Viktoriastrasse, en Berlín. Pertenecían a una de las estirpes judías más famosas de Europa, con miembros tan destacados como el filósofo Ernst Cassirer o Fritz Cassirer, director de orquesta. Este heredó en 1924 el pissarro de Julius, su padre. Cuando Fritz murió dos años después, se lo dejó a su viuda, Lilly. Solo tuvieron una hija, Eva, que falleció joven, durante la pandemia de hace un siglo, pocos meses después de dar a luz a su único descendiente, Claude. Fallecido en 2010, fue él quien demandó a la Fundación Thyssen.

Lilly volvió a casarse a los 63 años con un famoso médico llamado Otto Neubauer que, tras la llegada de los nazis al poder en 1933, fue depurado de sus cargos en Múnich por sus raíces judías. Ambos contrajeron matrimonio en 1939. Ese mismo año, temiendo, como recordaría ella después, que podían ser “arrestados por la Gestapo, sin razón aparente, y deportados a Dachau”, abandonaron Alemania rumbo a Oxford, cuya universidad contrató a Neubauer para que continuara sus investigaciones sobre el cáncer.

Poco antes de partir, un marchante enviado por el Tercer Reich acudió a su casa, para fiscalizar qué bienes culturales pensaban sacar del país. Les pagó 900 marcos por el pissarro, un precio “ultrajante”, según admitiría un documento de los aliados al término de la guerra. Dio igual: Lilly no obtuvo ni eso a cambio, le ingresaron el dinero en una cuenta que ya estaba bloqueada.

El tipo cambió después el óleo de Pissaro, que, como pintor judío, tenía poca salida en la Alemania de entonces —cuyas autoridades habían declarado además la guerra a las vanguardias― por tres piezas de artistas alemanes del XIX. Eran propiedad de otro judío, Julius Sulzbacher, que trató de llevarse sin éxito la vista impresionista con él en su huida a Brasil. Requisado por la Gestapo, se vendió en 1941 en una subasta en Dusseldorf a un tal Ari Walter Kampf. La obra se volvió a adjudicar dos años después. Entonces, un comprador sin identificar se la quedó en Berlín por 95.000 marcos. Y ahí se le perdió su rastro durante una década, hasta que en 1951 apareció en Los Ángeles.

Lilly Cassirer nunca supo nada de eso; creía que el lienzo se había perdido o destruido en la II Guerra Mundial. La mujer murió en 1962 en Cleveland (Ohio), adonde se mudó tras su segunda viudez a vivir con la familia de su nieto, el fotógrafo Claude Cassirer. Cuatro años antes, y tras una década de litigios a varias bandas, Lilly había recibido una indemnización de la República Federal Alemana de 120.000 marcos, de los que tuvo que pagar 14.000 a la heredera del siguiente dueño, el tipo que trató de llevárselo a Brasil. El acuerdo establecía también que ella no perdía el derecho a solicitar la restitución o devolución de la pintura, llegado el caso.

Ambas partes están más o menos de acuerdo en que el precio, fijado por el valor de mercado de Pissarro en esa época, fue justo, aunque difieren en cómo interpretar las consecuencias de ese arreglo. Para el demandante, el museo se agarra a que ya indemnizaron a su bisabuela para “limpiar su conciencia”. “Nos quieren hacer pasar por codiciosos, y que parezca que queremos cobrar dos veces. Es un clásico: agitar los estereotipos que hay en torno a los judíos. Pero hay una gran diferencia entre la reparación y la restitución, y además el dinero que nos dieron habría que reemborsárselo a los alemanes si nos devuelven la obra”, asegura. Evelio Acevedo, director gerente del Thyssen, explica: “Muchas veces se olvida que se les compensó, y cuando se menciona, se hace dando la impresión de que la cantidad que recibieron fue escasa, cuando no es verdad. Se podrían haber comprado otro pissarro”.

David Cassirer aporta una foto de cómo lucía el óleo en disputa en el elegante apartamento de Lilly en Berlín en los años treinta para dejar claro que ellos no quieren “otro pissarro”, sino el que estuvo durante 40 años en su familia. “Aún conservo muchos de los objetos que hay en esa imagen, incluyendo el hermoso gabinete y la lámpara en espiral tallados a mano, o la bella porcelana de Ernst Barlach de una campesina”. Cuando los padres se mudaron a San Diego para estar cerca de sus dos hijos (David tenía una hermana, Ava, que murió en 2018), este, que desarrolló su carrera profesional como arreglista para la industria discográfica de Los Ángeles, encargó una copia del lienzo expoliado para colocarlo en el salón de la nueva casa.

Antes de retirarse en la soleada California, los padres habían pasado toda una vida en Cleveland. A esa ciudad del Medio Oeste llegó Claude “sin un centavo” en 1941. La guerra lo sorprendió en la Francia ocupada, y pudo huir a Marruecos, donde casi muere de disentería en un campo de refugiados. Una asociación judía lo dirigió a Cleveland, que contaba con una notable comunidad hebrea. Allí se convirtió en un fotógrafo “muy popular, con clientes importantes”, según su hijo. Cuando estos le anunciaban un próximo viaje a Europa, “siempre les enseñaba una foto del pissarro, para ver si daban con él”.

El eureka llegó en diciembre de 1999, cuando, según el relato del demandante, una amiga les mandó una imagen del cuadro extraída de un catálogo de la colección del barón Thyssen en Lugano (Suiza). “Superados la sorpresa y el disgusto, mi padre decidió que no pararía hasta lograr que la pintura de Lilly dejase de honrar el legado de una familia de empresarios del acero que apoyó a Hitler en sus inicios”. David Cassirer se refiere a Fritz Thyssen, que contribuyó a aupar al Führer, pero acabó perseguido por el Tercer Reich. “Sin él, ese ser monstruoso no habría pasado de ser un pintor mediocre. ¿No sería este un mundo mejor?”, se pregunta.

A los Cassirer les costó unos meses averiguar dónde estaba en ese momento el óleo, que ya era propiedad del Estado español y colgaba en el palacio Villahermosa, en Madrid. Para lograrlo, contaron con la ayuda del coleccionista Ronald Lauder, presidente del Consejo Judío Mundial. Tras pedir su devolución sin fortuna, denunciaron a la fundación en Los Ángeles en 2005, alentados por el éxito que había tenido el abogado Randol Schoenberg (nieto del compositor vienés) en el Supremo de Estados Unidos. El alto tribunal le reconoció el derecho a litigar en California el que seguramente sea el caso más célebre de restitución de arte expoliado por los nazis: la reclamación de Maria Altmann al Estado austriaco de cinco pinturas de Klimt arrebatadas a su familia. Acabaron logrando que se las devolvieran al final de un proceso de película; tan de película, que acabó convertido en una, titulada La dama de oro y protagonizada por Helen Mirren y Ryan Reynolds. (El cuadro más famoso del lote batió después —al ser vendido a Lauder en 2006― el récord del más caro de la historia hasta la fecha, y está expuesto en la Neue Galerie de Nueva York).

'Retrato de Adèle Bloch-Bauer', pintura de Gustave Klimt, restituida por el Gobierno austriaco a Maria Altmann en 2006.
‘Retrato de Adèle Bloch-Bauer’, pintura de Gustave Klimt, restituida por el Gobierno austriaco a Maria Altmann en 2006.

Tras dar con el pissarro, los Cassirer empezaron a completar los huecos de su historia. Así supieron que, desde que Lilly le había perdido la pista y hasta que lo compró el barón en 1976 por 300.000 dólares, dio unas cuantas vueltas. Llegó a Los Ángeles en 1951 de la mano de un marchante alemán llamado Frank Perls que era judío (“irónicamente”, dice David Cassirer, que lo define como un “superladrón”). Perls había trabajado durante la guerra como intérprete del Ejército estadounidense. Se lo vendió a un destacado amante del arte de la ciudad llamado Sidney Brody, que lo devolvió a los pocos meses (según el demandante, cuando se dio cuenta, tras estudiarlo, de que era una pieza expoliada). Al año siguiente, el mismo galerista se lo colocó al heredero de la fortuna de unos grandes almacenes (otro judío), que lo tuvo durante más de 20 años en Saint Louis. A Thyssen-Bornemisza se lo ofreció un conocido comerciante neoyorquino, Stephen Hahn.

Cassirer describe todas esas transacciones como conspiraciones llevadas en sigilo, “en el mercado negro del arte expoliado por una panda de bribones”. Stauber, el abogado de la fundación, considera que la reputación de esos marchantes “está fuera de duda” y recuerda que ninguno de ellos aparece en “ninguna de las listas de comerciantes de arte que colaboraron con los nazis publicadas al término de la guerra”. “Me parece atroz que lance esas acusaciones a la ligera contra miembros, precisamente, de su comunidad”, añade.

El demandante también considera determinante el hecho de que la pintura conserve parte de una etiqueta de la galería de sus antepasados Bruno y Paul Cassirer. Lo sabe desde que mandaron a un perito a Madrid, descolgaron el cuadro y le quitaron el marco (para Acevedo, gerente del Thyssen, gestos como aquel hablan “de la transparencia” con la que el museo ha “actuado en todo momento”). Del sello han sobrevivido los fragmentos “Berlín”, “Victo” de Victoriastrasse, la calle, y “Kunst und Verla”, por Kunst und Verlagsanstalt (editorial y galería de arte). Cassirer cree que “alguien arrancó los nombres de Bruno y de Paul en algún momento”. Que “Hahn sabía perfectamente lo que esa etiqueta significaba, y un amante del arte como el barón, también”. Y que si no quisieron verlo fue por “una ceguera interesada”. “Es asimismo indignante”, continúa, “que los especialistas españoles afirmen que no se dieron cuenta de lo que tenían ante sus ojos cuando compraron el cuadro como parte del lote”. “¡Era una de las galerías más conocidas de Europa!”, exclama.

La galería Cassirer, en Berlín, en torno a 1900.
La galería Cassirer, en Berlín, en torno a 1900.ullstein bild Dtl. (ullstein bild via Getty Images)

El abogado de la fundación explica que no saben si la etiqueta estaba intacta cuando el barón compró la pieza, ni en qué estado se encontraba cuando llegó a manos del Estado español. “Pero da igual, porque un sello de ese tipo solo indica que el cuadro pasó por esa galería, nada más. No prueba en ningún caso que fuera propiedad de Lilly Cassirer, y así de claro lo dejó el juez Walter en su sentencia. Curiosamente, ese tema de la etiqueta solo ha entrado en la conversación en los últimos años, a medida que se les iban agotando los argumentos. A la que cambian de abogado, muta el relato”.

En el fallo de primera instancia también se establecía como probado que Thyssen compró el pissarro “de buena fe”, aunque el historiador Miguel Martorell, autor de El expolio nazi (Galaxia Gutenberg, 2021), aconseja tomarse eso con cautela. “La mala fe es muy difícil de demostrar en la usucapión, no es la clase de intención que dejas por escrito. Lo que a mí me parece claro es que el barón no hizo suficiente por comprobar la procedencia del cuadro”, añade Martorell, que lamenta la “pérdida de perspectiva” del museo: “A veces da la impresión de que olvidan, entre tanto legalismo, la historia que hay detrás, que es la de unas víctimas del Holocausto buscando una reparación a un daño terrible”.

El abogado Stauber recuerda que en los setenta el pissarro no figuraba en ninguna lista de arte robado, porque la familia no lo había inscrito, y que la concienciación sobre el tema no era la que se impuso en los noventa. Evelio Acevedo, gerente del museo, aclara, por su parte, que los Principios de Washington sobre arte robado “no establecen una obligación en todos los casos de devolver las piezas que fueron expoliadas”. “Tratan de defender los derechos de todos los participantes en una operación. El que compra de buena fe, como hizo sin duda de la fundación, también tiene derechos, derechos que protegen por esos principios. Los que fueron afectados por el expolio ya fueron compensados debidamente, con lo cual, el espíritu de esos principios ya se materializó en este caso”. Stauber añade que ese acuerdo multilateral, en cuya redacción, avisa, participó cuando era un joven abogado, “también está pensado para fomentar el respeto a las leyes de otros países”. “No podemos imponer el ordenamiento estadounidense en todo el mundo. Imagine a un tribunal español aceptando una reclamación contra, pongamos, el Smithsonian. Es impensable”, opina.

Otro asunto en el que las versiones entre las partes difieren es en lo que hizo el barón con el cuadro antes de vendérselo a España. El demandante lo tiene claro: todo lo posible por mantenerlo oculto. Para demostrarlo, comparte una fotografía publicada en 1988 por Architectural Digest en la que se ve el pissarro colgado en una estancia íntima de Villa Favorita, la mansión de Heinrich Thyssen en Lugano. Curiosamente, esa misma imagen prueba para la otra parte todo lo contrario. “Si buscaba eso, ¿cómo iba a permitir que una de las revistas de decoración más importantes del mundo sacara algo que no quería que nadie viera?”, se pregunta Stauber. Para entonces, el aristócrata ya estaba casado (desde 1985) con Carmen Cervera. (La baronesa no atendió a la solicitud de este diario de una entrevista para hablar de este tema).

La fundación también encargó un informe a la historiadora Laurie Stein, experta en arte expoliado. En él, afirma que participó entre 1979 y su mudanza definitiva a Madrid en exposiciones de relieve en nueve países, de Nueva Zelanda a Alemania. Cassirer dice que “todo eso es falso”. “Han usado fotos de archivo para fingir que esa pintura estuvo en Londres o en Tokio. No han sido capaces de presentar nada, ni una imagen, ni un artículo de periódico. ¿Cómo puede ser que el paso de uno de los cuadros más famosos de uno de los impresionistas más famosos del mundo no dejase rastro en esas capitales?”.

A esa acusación, Stauber responde recordando que la colección del barón “era una de las más famosas del mundo”, y que cuando se puso en venta, “fue cortejada por la Fundación Getty, de Los Ángeles, por el Reino Unido y por Alemania”. “La decisión de que acabara en Madrid fue una noticia de alcance mundial, imposible de mantener en secreto”, agrega.

Uno de los motivos por los que el coleccionista se decidió por España fue que el Estado se comprometió a garantizar la integridad del conjunto, compromiso sellado por ley. A la pregunta de si habría que cambiar ese reglamento si finalmente un tribunal californiano decidiera la devolución del pissarro, Acevedo responde que “ese escenario ni siquiera está sobre la mesa, porque no hay razones para pensar que la sentencia actual vaya a cambiar”. Cassirer, de nuevo, tampoco está de acuerdo en eso.

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