El publicista Miguel Olivares y la pasta del fin del mundo

Contaba el cantautor Townes Van Zandt que cuando era niño le escuchó un día a su profesor explicar que el Sol era una estrella que se estaba consumiendo y que, por tanto, se terminaría apagando algún día. Van Zandt se quedó perplejo y se preguntó qué sentido tenía perder el tiempo en un estricto colegio del estado de Texas en los años cincuenta, sentado cada día con la espalda recta, peinado con raya y los zapatos relucientes, si a fin de cuentas el Sol se estaba quemando. Al grito de “The Sun’s burning out” (el Sol se está quemando), dejó para siempre los estudios y aprendió a tocar la guitarra, escribió algunas de las canciones más bellas que han salido de Estados Unidos y vivió el resto de su vida como si fuera a morir al día siguiente.

Esta historia de la infancia que el trovador tejano contaba para justificar la manera excesiva en la que vivía seguramente es una invención. Van Zandt, que probablemente era bipolar, perdió casi todas las memorias de su niñez cuando sus padres le sometieron a un agresivo tratamiento de choque con insulina que le mantuvo varios días en coma. Pero, aunque fuese una historia falsa, hay una verdad de Perogrullo en ella: en cuanto uno abraza la inminencia del fin del mundo, se abren muchas posibilidades de celebrar la vida haciendo lo que de verdad nos importa.

Hoy en día los medios nos bombardean con signos del apocalipsis mucho más rigurosos que aquel al que se agarró Van Zandt para justificar sus excesos: calentamiento global, tormentas de arena, una potencia nuclear en guerra, pandemias, el declive de la democracia. Nunca hemos tenido una retahíla de excusas tan convincentes para empezar a pensar cómo nos vamos a despedir de este mundo. Por eso, inauguramos aquí una serie de entrevistas al grito del Sol se está quemando, con la ambición de inspirar al lector unas cuantas buenas ideas para ir preparando un bonito final. No hay que inventar demasiado, nuestra cultura ya tiene un motivo para ese esparcimiento que precede a la muerte, el de la última cena, y nos disponemos a preguntar a todo tipo de gente cómo se la imagina, quién está en ella y lo más importante: qué comería.

Empezamos esta serie en la madrileña calle de Santa Cruz de Marcenado, que tiene un aire de desfiladero selvático. Las fachadas de hormigón se curvan formando el meandro de un cañón cubierto por cascadas de verdes enredaderas. Si uno se fija un poco en esas fachadas, pronto distingue tras una cristalera un fuet de unos cuatro metros de largo por uno de diámetro y una bola de discoteca descomunal. Son las oficinas de Miguel Olivares, con el que la ilustradora Coco Dávez y yo nos estrenamos. Al entrar en ellas, uno es recibido por una recepcionista, la estatua rea­lista de una bruja a escala humana, un buda sentado y un gnomo de jardín. Hay que abrirse paso entre una acumulación de objetos singulares y subir unas escaleras de hierro para llegar a la guarida que comparten Olivares, su socio Javier Carrasco y los perros de ambos. Estamos en La Despensa, la agencia donde se hacen las campañas de La Casera, Burger King, Netflix y otros. Javier barre un orín de su cachorro con gesto cansado y oscuras ojeras; acaba de llegar de Polonia, donde ha ido con su caravana a recoger refugiados. Miguel Olivares recibe con un poncho, una camisa estampada con inmensas flores y dos sonrisas, la suya y otra que le cuelga del cuello, un smiley face de metacrilato verde de unos 15 centímetros de diámetro. Quienes no le conocen pensarán que es un disfraz, lleva un tiempo entender que Miguel es así. Nos sentamos en dos viejos sofás orejones de cuero bajo una hilera de falsos jamones de plástico y le recito la retahíla de síntomas inequívocos que anuncian la proximidad del fin del mundo.

—Parece que es un buen momento para ir dándole forma a nuestra fantasía del fin del mundo, y como todo hay que celebrarlo, ¿cómo imaginas tú que sería tu última cena?

—La tengo muy pensada porque es algo que hago recurrentemente, igual una vez a la semana ceno como si fuera la última vez, nunca sabes cuándo te vas a morir… Es como una gota malaya en mis costumbres. Siempre la misma receta. Es una pasta muy simple y muy indulgente con blue stilton, que es un queso azul, y con salsa chipotle, blue stilton achipotlado. Hago una reducción con el queso y la salsa, le echo crema de leche y luego frío beicon, pero vamos, que seco el beicon con un paño para sentirme bien.

—Es la última cena, te puedes permitir echarle toda la grasa.

—Ya, pero como la hago todas las semanas, tampoco me quiero morir por exceso de últimas cenas… El caso es que mezclas en la sartén el beicon, la crema de leche, el stilton y el chipotle y se queda una melaza bastante sólida que es lo más. Luego le hecho pimienta y aceite, que le da unos brillos que a nivel visual son muy poderosos.

—Se nota que eres publicista… ¿Qué tipo de pasta echas?

—Macarrón ancho, grandote. Porque me da mucho placer que el beicon y el queso puedan entrar bien en el macarrón. Con un tenedor, los voy cogiendo y hago como si fuera una especie de ferri, la tirita finita con esa melaza entra y forma un pequeño bocado que tiene todo el sabor dentro.

Como Olivares creció en Mondéjar, un pueblo de Guadalajara, no acabo de entender que elija esta pasta precisamente para su última cena, el blue stilton no se me hace un anhelo muy manchego y quiero saber si hay algún vínculo emocional en esta receta o si esta elección solo se debe al inmenso consuelo de la grasa, un placer con el que corrompe esa cocina del exceso que los estadounidenses llaman comfort food.

—Es la primera receta que cociné fuera de mi casa, cuando dejé el pueblo y me vine a Madrid a un piso compartido de estudiantes. Es el sabor de cuando vuelas fuera del nido, el momento en que empieza la aventura de tu vida. Tiene para mí ese recuerdo. Evidentemente al principio era queso azul del Dia, a 1,50 euros; el beicon más barato que había y en esa época aún no tenía ni idea de lo que era el chipotle. Lo he ido mejorando, iterando, pero el origen es ese: es el plato que me recuerda cuando empiezo a volar y se me abre el mundo. Suelo hacer este plato todos los lunes para cenar, y ahora porque vivo en medio del monte a 100 kilómetros de Madrid, pero antes invitaba los lunes a cualquiera que acababa de conocer.

Olivares ha hecho de este plato todo un acontecimiento con sus liturgias y sus accesorios.

—Es una pasta que hago en el Burning Man [festival contracultural que se celebra en el desierto de Nevada, en Estados Unidos] a las cuatro o a las cinco de la madrugada, cuando me encuentro por allá a cuatro o cinco peregrinos perdidos en medio del desierto, uno de Australia, una chica de Israel, otro vestido de conejo de peluche, y les invitó a Bacon Blue Cheese Pasta. Y hago una cosa muy guay: tengo una cuchara larga con un palo de escoba y antes de empezar, cuando veo que van salivando, con la cuchara larga les echo vino en la boca, les voy dando poquito a poco, les hago perrerías y les tengo allí a los peregrinos retenidos en mi caravana, esperando la pasta, que me encanta servir en un cuenco inmenso, tiene que ser muy abundante, porque me gusta mucho la estética de este plato, cuando echas la crema de leche, la cuña entera de blue stilton que es como un iceberg fundiéndose, una isla blanca que sobresale con esas manchitas del queso azul que son como grutas, cavernas. Y luego ya, cuando mezclas con el chipotle, bolas de pimienta y el beicon con su grasilla, a nivel visual es un espectáculo digno del fin del mundo. Y ya si le pones un buen vino —a mí me gusta uno de Madrid que se llama El Regajal— y le pones mi playlist “cosmic Nepenthe” en modo aleatorio, que tiene 600 temazos plurivectoriales, y todo eso te lo tomas juntando a una mezcla buena de familia y amigos, que es una mezcla que no es fácil y que hay que trabajar mucho si quieres que encajen bien familia y amigos, pues ahí ya tienes una última cena, ¿no?

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