Flores nocturnas: las trabajadoras sexuales de Uruguay reclaman derechos

“Si alguien en la escuela te dice hijo de puta, decile: ‘Sí, y tu padre es el mejor cliente“. Según Karina Correa, de 48 años, llega un momento en que tienes que decirles a tus hijos lo que haces. Alta, delgada, el pelo negro y lacio le llega hasta la cintura. Comenzó a prostituirse a los 26 años, cuando se separó del padre de sus hijos, que no tenía dinero “ni para las medias”. Ella los crió sola.

En su primera noche de trabajo, se puso un vestido rojo comprado para el cumpleaños de su hija y se subió a un autobús rumbo a las afueras de Montevideo. El viaje parecía infinito. Llegó al Dado Rojo, una whiskería –como le dicen a los clubes nocturnos en Uruguay– donde trabajó durante unos meses. Desde entonces ha recorrido decenas de boliches, se ha casado dos veces, ha tenido cuatro hijos y ahora vive en San José (30.000 habitantes), a dos horas en coche de la capital.

El rostro se le ilumina cuando habla de su pasión, el teatro. Se le oscurece cuando, en cambio, se refiere a su trabajo y a sus penas. A finales de 2021 actuó en un espectáculo teatral, cumpliendo la promesa hecha a Mauricio, su hijo, que murió hace cinco años. Desde entonces, en su casa “nada dura, todo se rompe. Puertas y ventanas están desvencijadas, la pintura se descascara”. Hoy vive con sus dos hijos de nueve y once años. “Unos diablos”, se ríe. La hija mayor vive sola: “Lamentablemente hace lo mismo que yo”. Hace unos meses se sumó a la Organización de Trabajadoras Sexuales (OTRAS), que ha presentado propuestas de reforma a la ley 17.515 que regula el trabajo sexual.

La legislación no ha cancelado el peso del estigma. Para ejercer una labor que todos conocen pero casi nadie reconoce, muchas eligen hacerlo en secreto. Carolina, como se hace llamar cuando trabaja, de 38 años, no empezó a prostituirse por necesidad, sino porque quería más: ‘’Más dinero, una casa, llegar más rápido”. Recibe unos diez clientes al día, entre las diez de la mañana y las nueve de la noche, en el prostíbulo de Amézaga, a unas pocas calles del Parlamento Nacional. Le gusta el rock: se tatuó el prisma con el arcoíris de Pink Floyd. Le tomó años aceptar lo que hace como un empleo. Tuvo que reconocerlo cuando una expareja rompió el secreto más importante que tenía con su hijo. Una noche, el niño la despertó de golpe, mostrándole una foto suya en un sitio de citas: “Mamá, o me dices qué es esto o me voy de casa”.

“Según nuestras encuestas, pocas perciben lo que hacen como un trabajo”, explica Sandra Ortiz, monja y activista de Casabierta, grupo católico de soporte a trabajadoras sexuales.

Entonces, ¿es trabajo o no? De acuerdo a la ley, aprobada por unanimidad en 2002, la prostitución es una ocupación a ejercer de forma autónoma, jamás para un tercero. La realidad, sin embargo, está hecha de empleo informal y proxenetismo velado, con tarifas impuestas, horarios y servicios por cumplir. “Las fronteras entre legal e ilegal son porosas”, explica Andrea Tuana, de la ONG El Paso.

Según los datos del programa de las Naciones Unidas contra el Sida, hay 13.100 prostitutas en el país, uno de los más pequeños de Sudamérica, con 3,5 millones de habitantes; apenas la mitad de la Comunidad Autónoma de Madrid. Para ejercer es necesario registrarse en una comisaría. “¿Por qué la policía? Ni que fuéramos delincuentes”, se pregunta Karina Núñez, presidenta de OTRAS, una “prostituta con conciencia de clase”, como se define.

Hay 13.100 prostitutas Uruguay, uno de los más pequeños de Sudamérica, con 3,5 millones de habitantes

Las trabajadoras también tienen el derecho-deber a los controles sanitarios semestrales que “están diseñados para proteger a los clientes, no a las trabajadoras que se sienten objetos de una política de salud más que sujetos de derecho”, manifiesta Lilian Abracinskas, de Mujer y Salud en Uruguay.

“Cuando afirmamos que el trabajo sexual es trabajo, lo que queremos decir es que necesitamos derechos laborales. No estamos diciendo que sea bueno ni que tenga una importancia fundamental”, escriben las prostitutas y activistas británicas Juno Mac y Molly Smith en su libro Putas insolentes.

En la misma línea está OTRAS, que en su tercer congreso, celebrado en noviembre de 2021, se incorporó oficialmente a la Central Única de Trabajadores (PIT-CNT). Cerca de medio centenar de personas asistieron al evento, animado por la Núñez, sentada en la audiencia, con su falda larga de colores, gigantesca, estilo Fellini. Todos la mencionan. “A Karina Núñez la conocí hace 30 años en un cabaret, repartía preservativos femeninos”, cuenta Verónica Cassandra, 60 años, trabajadora sexual trans del interior del país y la primera de su ciudad en recibir una pensión. La seguridad social es uno de los puntos débiles de la ley: solo una trabajadora de cada diez está afiliada. OTRAS pide que se adecue el régimen de aportes jubilatorios por franja etaria, pues, a diferencia de la mayoría de los oficios, en este ámbito los ingresos se reducen en función de la edad. “Dicen que es duro el oficio de flor cuando sus pétalos se ajan al sol”, canta Silvio Rodríguez.

La prostitución divide al feminismo: hay quienes piensan que es abominable y debe ser abolida: ”No se debate, se combate”. Otras, en cambio, creen que es inevitable, quieren regularla y garantizar derechos a las trabajadoras.

Para abolir la prostitución se debe abolir la pobreza, argumentan las dos activistas Mac y Smith. “Saquemos el dinero de la conversación y las trabajadoras sexuales parecerán raras o destrozadas. A través de las lentes de la necesidad económica, las razones para ejercer vuelven a aparecer una estrategia racional de supervivencia en un mundo que, a menudo, es una mierda”.

Quien trabaja seis días por semana gana, en promedio, siete salarios mínimos uruguayos –2.100 euros– según estimaciones de Pablo Guerra, sociólogo de la Universidad de La República. Que aclara: “Los ingresos son muy variables: hay quien está bajo la línea de pobreza y quien supera los 6.600 euros mensuales”.

Las razones para comprar sexo son las más diversas. “Si me tengo que gastar plata para salir y al final no se concluye, prefiero ir a lo seguro”, explica Matías, desarrollador de software, treintañero. No existe el cliente típico, convienen muchas trabajadoras. El 20% de los uruguayos compra sexo de forma habitual o esporádica, hay gente de todas las edades, culta, violenta, ignorante, sola y en grupo. Entre los veteranos, “algunos solo necesitan compañía”, precisa Carolina, sentada en la cama alquilada del prostíbulo de Amézaga.

La profesión suele ser un legado. “Hago el trabajo que hacía mi mamá, el mismo de mi abuela”, dice Núñez.

Natalia trabajando en el parque del Prado en Montevideo.
Natalia trabajando en el parque del Prado en Montevideo.Mauricio Zina

Las que optan por la calle no comparten con nadie las ganancias. Pero hay más riesgos. En invierno, el viento del Río de La Plata es gélido. “Aquí el peor momento es entre las dos y las cuatro de la mañana. Te pueden robar todo”, asegura Natalia, de 47 años. Trabaja informalmente en una acera del Parque del Prado, al oeste de la capital, los fines de semana. “El oral cuesta cinco euros, el completo, 15. Pero si un tipo me gusta, no le cobro”. Natalia se llama Alfredo de lunes a viernes, es un trabajador mecánico delgado y calvo, algo tímido. Alfredo luchó entre su homosexualidad y la educación religiosa que recibió en su hogar, una familia mormona. Paulatinamente, labró su libertad sexual y se alejó de la iglesia. En algún momento empezó a travestirse. Llegó al parque del Prado por diversión; “también porque me enteré que podía sacar una plata”, reconoce.

Vive en una planta baja en el barrio popular de Aguada, con tres gatos siameses y un caniche. Desde la única ventana, la luz apenas se filtra en las paredes desconchadas. El olor a comida de mascotas se mezcla con el humo del cigarro de su pareja, un hombre robusto de ojos azules. Alfredo tarda horas en convertirse en Natalia. Se encierra en un baño minúsculo, frente al espejo con crema depilatoria, agua oxigenada, base de maquillaje, rimel, blush, polvo, contorno de ojos, perfume, labial, peluca rubia ceniza y sujetador. Natalia está lista, se levanta la capucha para que los vecinos no la reconozcan y se encamina hacia el parque.

Con la pandemia, aumentaron los anuncios de citas en la web, que facilita el trabajo a las autónomas

Trinidad, 20.000 habitantes, capital del departamento más pequeño y conservador del país, históricamente gobernado por el Partido Nacional. En el límite noroeste del pueblo hay una casona blanca de una planta, rodeada de un gran terreno con pocos árboles. La propietaria de la whiskería, Clementina, exprostituta, manos tatuadas y ceño fruncido, acomoda las copas detrás de la barra y explica: “Esto era un motel. Le pusimos paredes, la máquina de discos y el caño de striptease. Allí están las habitaciones para los clientes. Las chicas viven en la otra mitad de la casa”.

Un corredor con pintura carcomida conecta las dos alas de la vivienda. Clementina abre la puerta asegurada con candado y llama a las mujeres. Se acaban de despertar, duermen hasta bien entrada la tarde, luego trabajan de nueve de la noche a cuatro de la mañana. “Pero no les pongo horarios”, aclara. Son tres y comparten dos habitaciones y la cocina. En el suelo, botellas de Coca-Cola, botes de champú y zapatillas.

Trabajadoras de la whiskeria Pasiones en la ciudad de Trinidad, Flores.
Trabajadoras de la whiskeria Pasiones en la ciudad de Trinidad, Flores.Mauricio Zina

Se acerca la hora del trabajo, se bajan las luces y las mujeres se maquillan. Toman Martini blanco con pajita, bailan mirándose en los espejos. Un guardia observa la escena. Todo está listo para empezar la noche. No hay letrero y el lugar no se encuentra en internet. “Pero la gente viene aquí igual. Yo no soy de la tecnología. No sé qué es esto de las aplicaciones. Aquí es diferente: uno se encuentra con una y se cagan a mentiras”, dice Clementina.

Con la pandemia, aumentaron los anuncios de citas en la web. Algunas mujeres tienen un proxeneta, “aunque parezcan independientes”, coinciden Tuana y Guerra. Lo cierto es que la web facilita el trabajo a las autónomas, como Minerva Clarke: “Para mí, internet es una herramienta fundamental para administrar mi tiempo y tener más seguridad”. Desde 2018 se le ha hecho difícil publicar contenido sexual en la red debido a dos actas emitidas por la administración Trump (FOSTA y SESTA) para combatir la trata. Las normas son lo suficientemente vagas como para meter todo en la misma bolsa.

Minerva usa internet también para llevar adelante su lucha en contra de las leyes FOSTA-SESTA y denunciar la discriminación que vivió. Con otros medios, también Karina Correa combate por la misma causa: “tenemos que hacer públicas las cosas que no quieren oír: detrás de las minifaldas, los labios pintados y las medias con ligas, hay seres humanos. No hacemos las OTRAS, somos las OTRAS, las postergadas, las marginadas ¡Ya basta!”.

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