Hindley revienta a Carapaz en la Marmolada y se asegura prácticamente la victoria en el Giro de Italia

Hindley abre hueco con Carapaz en la Marmolada.
Hindley abre hueco con Carapaz en la Marmolada.LUCA BETTINI (AFP)

Ay, qué cansados todos, qué pocas fuerzas, qué pocas ganas sus directores de dejarles libres. Si una etapa se puede explicar racionalmente no es una etapa, es una castaña, y pilonga, y un globero se mezcla en la fuga y graba a los ciclistas con el móvil, y uno a pie se cruza en mitad del Pordoi para hacer una foto y por poco se lleva a Landa por delante como el niño que tiró a Guerini en Alpe d’Huez, y Guerini, justamente, es el ciclista que ha ganado en las dos cimas antes míticas, Alpe, Marmolada. La siesta apenas se altera. Etapa reina. Los impacientes se indignan. Cuánta mentira, Roland Barthes, los escaladores no tienen jump, necesidad innata de tocar las narices a nadie. Se exaltan frenéticos los aficionados que quieren espectáculo ya. Acusan a los corredores. Ni siquiera escuchan a Pasolini, dicen, que aún grita desde su tumba en Casarsa, “venid, trenes, llevaros lejos a la juventud a buscar en el mundo lo que aquí está perdido”. Todos a rueda. Hasta los de la fuga que Alessandro Covi, el Ayuso de los italianos, una zapatilla blanca, una negra, abandona en el Pordoi para ganar en la Marmolada.

El pelotón esquiva la lluvia, violentos chubascos que descargan en San Martino, al sur, donde los montes son los dientes pálidos de una boca gigantesca en la que, a dentelladas, desde los tiempos de Bartali y Coppi, el ciclismo ha construido el mito de los Dolomitas, la locura que inventó el Giro en el 37, la que cuenta que el más pequeño de los escaladores armado con la más grande de las voluntades hace tambalearse cualquier orden establecido, y más al norte, y todo puede verse desde la terraza del Sass Pordoi, que es rosa cuando amanece y se pone el sol, la Marmolada desde Caprile es un espejismo, y en él se refleja el espejismo del mito como en la falsa marcha imperial que el Bahrain de Landa ha puesto toda la etapa, San Pellegrino, Pordoi, primeros metros de la Marmolada, y trata sencillamente de esconder que el alavés que sueña con añadir la Marmolada a su lista de trofeos, al menos, si no ganar el Giro también, no está tan bien como desearía.

Paciencia, paciencia, reza Jai Hindley para apaciguar conciencias indignadas. Ya llegará la locura. La locura llega a 2.800 metros de la cima, los últimos tres kilómetros de montaña del Giro más montañoso de la década. Hindley acelera. Carapaz revienta. En la meta, 1m 28s pierde el ecuatoriano. 1m 25s en la general. Al Giro le quedan 15 kilómetros contrarreloj en Verona. Salvo un accidente inaudito, Hindley, de 26 años, será el domingo el primer australiano que gana el Giro de Italia. Solo un australiano, Cadel Evans, ha ganado el Tour de Francia. Ninguno ha ganado aún la Vuelta. También Mikel Landa, que sufrió, terminó mejor que Carapaz. Se encuentra ahora a 26s del segundo puesto.

Carapaz, de rosa, asciende a rueda de Sivakov, que ha acelerado potente al salir de la curva de Malga Ciapela, y ante él, y los cuatro que le aguantan, Carapaz, Hindley, Landa, Carthy, la larga recta matadora que engaña aparece, y parece tan cercano el hotelito con la pancarta de Ducati, y cuando vuelven a levantar la vista, allí sigue, igual de lejano, inalcanzable, y más allá, la Cabaña de Bill, una aparición. A la etapa, al Giro que se acaba, como se acaba, se consume, la paciencia, le quedan cinco kilómetros, una recta ancha, ancha y tan recta casi como las rectas de las autopistas de Bolonia, pero con una pendiente constante, un porcentaje del 12% que no baja, y sí que sube, y Nibali, que marcha cuarto en la general y se queda, se queda, y ve, aparentemente cerca, pero lejísimos los espectros del pelotón que se deshace, masculla entre dientes, “qué subida más terrible, que recta, no da ni un segundo de respiro, la odio, se confirma otra vez que la odio”. No la odia Hindley, fascinantemente ligero en la pendiente de los horrores. Cuando todo esperan que Carapaz, de rosa, culmine la aceleración de Sivakov con el ataque debido y nunca pagado en todo el Giro, quien sale, casi sonriendo, es el australiano, y parece que pedalea en el aire, tan fácil giran sus pedales, y tanto avanza, y Landa, una mueca más agria que ningún día, es el primero que cede. Carapaz, no, el ecuatoriano favorito se pega a la rueda de Hindley, e intenta no mirar delante, no deprimirse.

Carapaz, opaco, sin brillo, mueve todo el cuerpo, impulsa con dificultad los pedales, no puede, no puede aguantar. Hindley no está solo. Su compañero Kämna, que estaba en la fuga de la que ha salido el ganador, le espera y tira de él fuerte, y también tira de Hindley su memoria, el recuerdo del Giro de 2020. “Llegué a la última etapa, la contrarreloj de Milán, con la maglia rosa, pero igualado a tiempo con Tao”, recuerda. “Y perdí el Giro el último día. Y el no ganarlo me destrozó el alma. Y ese recuerdo, el deseo de no volver a sufrir ese horror, me motivó más que nada”. A 2.800 metros del lago Marmolada y el dique, del glaciar atravesado por minas y galerías desde hace un siglo, la gran guerra, llegando a la Cabaña de Bill, el albergue que rebosa de globeros, y la pendiente asciende al 13%, primero un centímetro, luego dos, luego medio metro, uno, dos, Carapaz ve cómo se aleja la rueda trasera de Hindley, quien no necesita volverse para saber, pues simplemente oye cómo se aleja hasta dejar de existir el jadeo ruidoso del ecuatoriano, duro de pedalada, pesado de cuerpo.

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