La soledad de Casado

La imagen de la salida del hemiciclo de Pablo Casado en el Congreso concentra en una sola secuencia la soledad del líder de un partido y la señal icónica de una claudicación. Apenas unas horas antes había confesado a su entorno más íntimo que no había razón alguna para abandonar –”no he hecho nada”— mientras a la vez el goteo de deserciones lo resumía otra colaboradora: “Lo han ido abandonando uno a uno”. Eran los mismos que lo aplaudían en una escena que refleja como pocas la crueldad endémica de la política. Esta madrugada, sin embargo, Casado ha conseguido resistir la última embestida de los barones que pretendían su dimisión ayer mismo, con nocturnidad y fuera de los órganos del partido, y finalmente estará en la presidencia hasta que un Congreso extraordinario del PP el 2 y 3 de abril le dé el relevo a su sucesor. A cambio se compromete a no presentarse. Los barones, a la entrada de la reunión anoche, daban la impresión de acudir a Génova más para rendir pleitesía a Nuñez Feijóo que para hablar con un Casado al que dan por liquidado. La solución de que el líder actual continúe simbólicamente hasta que el órgano pertinente consuma el cambio devuelve cierta institucionalidad a un partido desarbolado, que sigue siendo el principal de la oposición en España.

En apenas unas pocas horas a Casado le ha caído encima el efecto concentrado de la cadena de errores de un liderazgo errático y los fallos de cálculo en su batalla con Isabel Díaz Ayuso. El mejor momento de su carrera política —la ruptura razonada con Vox en la moción de censura— perdió credibilidad en muy poco tiempo al no resistir la tentación de querer parecerse a quien le arrebataba votantes por su derecha y al negar al PP su condición de partido capaz de llegar a acuerdos con el Gobierno. Su oposición amartillada en la negación sistemática ha sido impropia de un partido de Estado, como ha sucedido en el bloqueo de instituciones tan centrales como el Consejo General del Poder Judicial, con una estrategia que solo alimentó la rebeldía primaria y antipolítica de Vox. Ha tenido que llegar el drama en directo vivido por el PP durante estos días para que el respeto institucional regresara al Congreso. Pablo Casado tuvo la valentía de acudir a la sesión de control del miércoles y tanto su intervención como la respuesta de Pedro Sánchez rehuyeron la munición de trinchera que demasiadas veces ha inutilizado la función misma de la sesión.

Se dejó aconsejar mal para provocar el adelanto electoral en Castilla y León. Los resultados reales estuvieron muy alejados de las encuestas que solo una semana antes de las elecciones lo acercaban a la mayoría absoluta. Esa decepción hizo saltar las bridas de un partido amenazado por Vox y obligado a decidir el papel que habrá de jugar la ultraderecha en el Gobierno autonómico. El debate de fondo lo abrió el propio Casado con el enfriamiento de las expectativas de una coalición con Vox y un día después le llegó un órdago desde la Puerta del Sol en forma de acusación pública de espionaje. El contraataque de Casado revelando de forma explícita pero sin pruebas la sospecha de corrupción sobre Ayuso desencadenó la guerra en la que no midió sus fuerzas. Porque, inquietantemente, el resto de los dirigentes del PP no siguió al presidente en su intento (fugaz) de pedir explicaciones sobre los indicios de tráfico de influencias o nepotismo. A partir de ese momento se convirtió en rehén de la Puerta del Sol y de los damnificados por la gestión de su secretario general ya dimitido, Teodoro García Egea, que se había granjeado enemigos por todo el territorio imponiendo a sus afines.

Desde entonces, solo Casado ha mantenido la fe en su propio liderazgo cuando nada insuflaba el menor optimismo sobre su futuro viendo como todos lo iban abandonando. Ha exhibido una debilidad que culminó con la dimisión el miércoles de García Egea y la asunción de un congreso extraordinario. La grandeza de una dimisión es casi siempre fugaz pero la ferocidad de un acoso a múltiples bandas —desde todos los rincones del partido y sus medios afines— es un castigo que excede incluso los numerosos errores que Casado ha podido cometer, incluidas las últimas cesiones de estos días sin recompensa alguna. A la crueldad política de la traición le ha seguido la claudicación de un hombre solo.

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