Negacionistas de la teta

Hace unas semanas, le pregunté a mi hijo, que acaba de cumplir un año, que cómo se llamaba su padre. “Papá”, me respondió. Después, le pedí que me dijera cómo me llamaba yo, a lo que contestó: “Teta”. Me planteé responderle que no me cosificara, que yo era algo más, pero su sinécdoque infantil tenía mucho de verdad. En buena parte, para mi hijo soy una teta: alimento y refugio, consuelo y seguridad.

Una de las consecuencias de ser una mujer a unas tetas pegada ha sido que, en el último año, me las ha visto más gente que a Susana Estrada. Me las han visto en el parque, en el bar y en el Cercanías, y en todo este tiempo nadie me ha hecho sentir incómoda por amamantar a mi hijo en público sino al contrario. Pero, desde que el crío cumplió seis meses, hay una pregunta que se repite: “Anda, ¿pero todavía le das el pecho?”.

Me la suelen hacer mujeres, y casi todas de la misma edad. Nacidas entre los sesenta y los setenta, muchas fueron las primeras de sus familias en incorporarse al mercado laboral, así que las leches de fórmula eran la única solución. Además, algunas fueron madres en los ochenta y noventa, momento en el que el paradigma de crianza era mayoritariamente adultocéntrico. Se les vendió que los críos no tenían que estar ni embracilaos ni enmadraos ni amorraos a la teta. Que tenían que ser “independientes” antes de que les saliera el primer diente.

Una de ellas me contó que, cuando nació su hijo y le preguntó al médico qué era mejor, si la lactancia materna o la leche en polvo, le respondió que daba igual. Que la diferencia era que, si le daba el pecho, ella sería la única que podría alimentarlo. Optando por la leche artificial, sin embargo, podría darle el bibi hasta el papa de Roma. Si ser madre ya empezaba a ser visto como una servidumbre, ser madre lactante era directamente una esclavitud.

Pero gracias a Dios y, sobre todo, a la investigación, ahora sabemos que la única diferencia no es esa. Que lo mejor para la salud de los bebés es, como reconoce la OMS, ser alimentados exclusivamente con leche materna durante los seis primeros meses, y seguir lactando hasta los dos años o más.

Aun así, no son pocos los negacionistas de la teta. Este mismo diario publicó recientemente una columna en la que Elvira Lindo escribía, irónica, que había críos que ya comían jamón y seguían mamando. Y que sus madres se estaban resistiendo así “a favorecer su independencia”.

Pero que haya particulares que hablen o escriban sobre la lactancia obviando los últimos descubrimientos médicos, incluido su papel en la forja de un apego seguro (ese que facilitará después la independencia), no es grave. Lo realmente grave es que los ignoren las instituciones.

La OMS nos dice que lo mejor para nuestros zagales es que los amamantemos casi hasta que se matriculen en ADE, pero las bajas por maternidad en España son de apenas 16 semanas. Una de las mejores propuestas de Podemos durante esta legislatura, ampliarlas hasta los seis meses, está pendiente de aprobación.

Mientras tanto, miles de familias se pasaron todo el confinamiento con sus niños encerrados en nombre de la ciencia, o llevándolos al cole con mascarilla para pasar ocho horas con las ventanas abiertas en invierno por recomendación de los expertos. Así que seguramente se pregunten por qué los hallazgos científicos importan tanto algunas veces y tan poquito otras.

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