Negociar con la mafia

La transición es dolorosa para quienes creían en un orden internacional cada vez más justo. La última intervención militar bajo auspicios de Naciones Unidas, en Libia hace diez años, se acogió a la obligación de proteger a las poblaciones en peligro, como un principio por encima de la soberanía nacional y de la no injerencia en las que se habían basado las relaciones entre los Estados. Ahora tropezamos con la inversión infame de aquella bella idea, de forma que hay Estados que no solo dejan desprotegidas a sus propias poblaciones, sino que utilizan a poblaciones desprotegidas de Estados en guerra o fallidos para chantajear a sus vecinos.

Todavía no se ha resuelto el caos surgido de la liquidación del régimen de Gadafi en 2011, cuando ha pasado su terrible factura otro déspota como Alexander Lukashenko, sin escrúpulos para organizar una auténtica operación llamada en Líbano, Siria e Irak con la que ha lanzado a millares de ciudadanos de estos países hasta la frontera con Polonia, cual proyectiles humanos dirigidos a dañar a la Unión Europea.

Erdogan tenía a los refugiados en casa, y solo quería que Bruselas le financiara sus esfuerzos para mantenerlos en territorio turco. Mohamed VI tiene a su entera juventud preparada para saltar a Europa, por lo que pudo montar fácilmente en Ceuta el chantaje a España para presionar en su ofensiva de anexión del Sahara, animado por el apoyo de Donald Trump en sus últimos días en la Casa Blanca. Lukashenko, en cambio, ha ofrecido completos paquetes de turismo migratorio a quienes querían salir de Oriente Medio a través de sus consulados, agencias de viaje y compañías aéreas, con los correspondientes visados, cartas de invitación, billetes de avión y autobús hasta la frontera polaca e incluso instrumentos para cortar alambradas o deslumbrar a los guardas fronterizos.

Este jefe mafioso no ha dudado en organizar el tráfico de seres humanos y crear artificialmente una crisis migratoria, a la vez como negocio y como operación política, quizás también militar. No admitió su derrota en las elecciones, detuvo, torturó y mandó al exilio a sus adversarios y solo ha obtenido de Bruselas un régimen de sanciones crecientes en vez del reconocimiento de su elección fraudulenta y su presidencia despótica. De ahí la crisis humanitaria y la amenaza de cortar el gas como armas de presión a Europa. Pero el gánster bielorruso no es el jefe supremo. Putin ya ha aclarado que Rusia mantiene el suministro y cumple sus contratos. Hay que leer con cuidado sus declaraciones. Solo significan que el grifo está en sus manos, no en las del impetuoso Lukashenko.

A estas horas no se sabe muy bien si el dictador de Minsk es solo un mero percance o el peón que le sirve a Putin para avisar a los europeos sobre lo que se avecina si no actúan conforme a sus designios. Su mensaje es claro: hay que sentarse a negociar directamente con el Kremlin.

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