No hay día en que no se ponga el sol

Una mujer se enfunda unas mallas deportivas, se ata las zapatillas y sube a correr por el mirador Vista Chinesa, en el parque de la Tijuca, en Río. Son las primeras horas de la tarde. Preferiría haberlo hecho por la mañana, pero conoce bien el camino y no teme a nada en un Río reluciente que se prepara para el Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos. A plena luz del día la mujer es violada, el hombre que ejecuta la agresión le ha apuntado en la sien con una pistola y la ha obligado a adentrarse en el bosque. La mujer sale de la maleza unos minutos más tarde. Magullada, con la ropa rota, ensangrentada y descalza, siente que el asfalto es un lugar blando y estable. Un único pensamiento la persigue: está viva.

Una mujer transita sola un lugar que cree conocer, pero al empezar a leer, muchos de nosotros sabemos de antemano que va a suceder algo terrible. Es curioso, porque en un 80% este tipo de violencias se dan en lugares que la víctima considera espacios seguros. La víctima suele conocer a su agresor: el amigo del padre, el médico, el profesor, el novio, el propio abuelo. En un 90%, las violaciones se llevan a cabo sin emplear violencia extrema. El lugar suele ser un sofá mullido, una cama, una mesa de despacho conocida al dedillo, pocas veces es el suelo frío y duro de un bosque.

Se nos vendió al violador como un monstruo, como alguien bruto, incivilizado, temeroso, extraño a su víctima. La brasileña Tatiana Salem Levy narra en Vista Chinesa (Libros del Asteroide, 2022) la agresión contra la que durante años se nos ha alertado y para la que tampoco disponemos de herramientas para defendernos, aunque llevemos una botellita de gas pimienta en el bolso.

Es interesante el foco que pone la autora sobre un cuerpo corrompido que antes del terrible suceso tuvo la intención de gestar. Lo muestra como ajeno a quien lo posee y a la vez muy cercano, como un soporte cálido que, a pesar de seguir realizando todas sus funciones a la perfección, rechaza a su propietaria. Un cuerpo que a ojos del mundo es uno más, pero que quien lo habita siente como el estandarte de la mayor vergüenza. La víctima se responsabiliza de nuevo de la acción de quien abusa, una experiencia angustiosa que Salem Levy retrata a la perfección. La culpa ajena se introduce en la víctima como se introdujo la polla del bruto en su cuerpo: a la fuerza, y esta es incapaz de deshacerse del hedor que miembro, manos y aliento ajeno han amasado en su cabeza hasta convertirse en una gran garrapata. El ácaro se aferra a la carne con las uñas y crece a gran velocidad en el interior de un cuerpo que seguramente será revictimizado.

La mujer que se enfundó las mallas, subió a correr a Vista Chinesa, y salió del bosque hecha un despojo después de haber sido violada, que llegó a su casa, se lavó, vomitó al relatar los hechos y siguió con su vida, se sienta en el escritorio dispuesta a contar a sus hijos lo sucedido. Su pareja se lo echa en cara, deja de remover el pasado, le dice, y ella es incapaz de explicarle que esa porción de tiempo en la que chupó una polla a punta de pistola mientras pensaba que iba a morir está irremediablemente unida a ella. La mujer carga con ella. Ella también es eso, y es injusto, pero no puede ignorarse. La mujer de las mallas se llama Júlia. La historia que narra Tatiana Salem Levy es la experiencia de una de sus mejores amigas.

El agresor de Júlia es bajo y fuerte, y no solo la penetra, también la golpea con los puños. El de Lorena hace reír a los niños. El agresor de Lola saluda siempre a los vecinos. El de Helena es amable con sus padres y les asegura que su hija es una artista prometedora. El agresor de Ana escribe canciones de amor y cientos de hombres y mujeres las corean en sus conciertos. El de Laura pinta atardeceres.

No hay día en que no se ponga el sol.

Contenido exclusivo para suscriptores

Lee sin límites

Enlace de origen : No hay día en que no se ponga el sol