Occidente en el espejo de África

El historiador estadounidense Adam Hochschild hizo en 2018 un viaje a la zona oriental del Congo, donde se libra desde hace años una guerra civil intermitente, para realizar una serie de reportajes. Se acercó a Mongbwalu, una pequeña ciudad a unos cientos de kilómetros al norte de Goma, donde visitó un lugar en el que se estaba instalando una poderosa compañía minera multinacional. Le llamó la atención que, en un paraje donde la mayoría de la gente vive en chozas con el suelo de tierra y que se sirve de unas cuantas velas o lámparas de queroseno como única iluminación, la empresa hubiera instalado en la cima de una colina una suerte de “oasis occidental de oficinas modernas, retretes con cadena y electricidad”. Un geólogo australiano le enseñó en la pantalla de un ordenador una imagen tridimensional de las riquezas que hay allí bajo tierra, esas riquezas que van a terminar saliendo del Congo sin dejar (prácticamente) nada a cambio.

Hochschild es el autor de El fantasma del rey Leopoldo, uno de esos libros que conviene leer para conocer las brutalidades que cometieron los europeos durante la colonización de África. Joseph Conrad incluyó buena parte de esos horrores en El corazón de las tinieblas, pero el trabajo de Hochschild tiene la impronta del estudioso que procura levantar acta de los desmanes, mientras se afana en explicar los sinuosos caminos que siguió Leopoldo II para convertirse en el propietario exclusivo entre 1885 y 1908 de una colonia que tenía más de 66 veces el tamaño de la propia Bélgica y en contar la enorme labor de un puñado de occidentales que se implicaron a fondo para denunciar aquella barbarie. “Es cierto que, con una pérdida demográfica calculada en 10 millones de personas, lo ocurrido en el Congo podría calificarse razonablemente como el capítulo más criminal de la porfía europea por África”, escribe.

Leopoldo se hizo rico con el Congo, pero no estuvo nunca allí. “¿Para qué iba a ir?”, se pregunta Hochschild. “El Congo de la mente de Leopoldo no era el de los porteadores famélicos, las rehenes violadas, los escuálidos esclavos del caucho y las manos cortadas; era el Imperio de sus sueños, con árboles gigantescos, animales exóticos y habitantes agradecidos a su sabio gobierno”. Y ese mundo que inventó su imaginación lo llevó a escena en 1897 aprovechando una feria internacional que se celebraba en Bruselas. Organizó una gran exposición a las afueras de la ciudad que incluía un montaje en vivo —”267 hombres, mujeres y niños negros importados del Congo”— que reconstruía tres poblados de una África idílica y que fue visto por más de un millón de personas. El infierno de la colonización convertido en una dichosa representación de la vida del buen salvaje.

El detalle es menor, pero resume bien cómo la obsesión por el poder y la riqueza puede camuflarse tras una prepotente y abrumadora conciencia de superioridad moral (y tecnológica). Resulta desolador que los procedimientos de aquellos desalmados europeos que se enriquecieron en el Congo se parezcan tanto a los comportamientos de algunos líderes que tomaron el poder tras la independencia. Y que todavía hoy, en un rincón que esconde las enormes riquezas de aquel continente, vuelva a construirse esa burbuja que solo permite ver el brillo del oro y oscurece la miseria a la que están condenados los que finalmente bajarán a las entrañas de la mina.

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