Oprime y estresa: ¿hemos perdido el interés por un mundo hipersexualizado?

El sexo no es lo que era, al menos según un número creciente de autores. La columnista Katherine Dee, por ejemplo, anticipaba el pasado año, en la revista UnHerd, la llegada de una ola de “negatividad sexual” en respuesta a los nuevos estigmas y ansiedades generadas por la narrativa del hedonismo y la idea (o falacia, matiza) del sexo libre. En esta idea abunda ahora, Christine Emba, autora del libro Rethinking Sex: A Provocation (Replantearse el sexo: Una provocación), donde plantea que la hipersexualización social ha contribuido a que la gente se crea culpable por no tener relaciones o se avergüence de sus propios sentimientos en favor de un “apetito que tiene que ser satisfecho por encima de todo reproche”.

No existen demasiados datos que avalen estas opiniones pero los que hay son contundentes. En 2016, la revista académica Archives of Sexual Behavior publicó un estudio indicando que la cantidad de sexo que practicaba la generación milenial, al menos la residente en Estados Unidos, era notablemente inferior a la de los X y más cercana a la de los boomers en su juventud: más de un 15% de los nacidos entre 1990 y 1994 no se acostó con nadie entre sus 18 y 22 años, cifra que solo era del 6,3% cuando los nacidos de 1965 a 1969 atravesaban ese tramo de edad. En 2015, el Centro para el Control de Enfermerdades estadounidense también notó un descenso en el porcentaje de estudiantes de instituto que habían tenido relaciones sexuales: el 41%, frente al 54% registrado en 1991.

La revista The Atlantic le dedicó una portada al fenómeno en 2018 y le puso nombre: recesión sexual. Para 2020 más estudios ya alertaban que era aplicable a Reino Unido (según The British Medical Journal), Suiza (según una consultora, United Mind), Japón (según el Centro de Planificación Familiar) y Finlandia (según Population Research Institute). Y que se estaba repitiendo entre los Z (la generación a partir de 1997), a quienes se ha llegado a calificar de puriteens, contracción en inglés entre las palabras puritanos y adolescentes, un indicativo de que la llamada cultura hook-up, basada en acumular encuentros esporádicos sin necesidad de vínculos emocionales, había muerto. Al menos, culturalmente hablando. Y ha sido enterrada bajo compartidísimos vídeos de TikTok animando al celibato. “La cultura hook-up es mala para la salud física y mental, y al normalizarla tanto se pierde el auténtico valor del sexo. Estoy harta de gastar mi tiempo y mi energía en conexiones sin ningun tipo de valor”, explicaba en The Cut una estudiante de 22 años, Sarah Kabba, con residencia en Brooklyn.

La consecuencia inmediata de que el sexo se haya convertido en algo tan fácil como abrir una app ya ha sido identificada: la mercantilización de las relaciones sexuales e incluso de uno mismo. Por eso, además de por lo anterior, hay analistas que creen que no debemos echar de menos la cultura hook-up. “La facilidad que hay para follar acaba haciendo que no sea tan excitante y que se pierda la dimensión emocional”, reflexiona el escritor Luisgé Martín, autor de ¿Soy yo normal? Filias y parafilias sexuales (Anagrama, 2022), un ensayo que celebra el derecho a explorar el deseo sin prejuicios. “Hemos pasado del sexo sin amor a no concebir el sexo con amor, y eso evidentemente nos desconcierta como seres humanos. Yo abogo por desvincular el sexo del amor, pero no el amor del sexo. Hay que aprender a tener sexo sin implicaciones emocionales, pero no renunciar a que esas implicaciones existan”.

La proliferación de fiestas y planes para conocer gente y "ligar" a la vieja usanza indica un cansancio generalizado hacia la cultura "tinder".
La proliferación de fiestas y planes para conocer gente y “ligar” a la vieja usanza indica un cansancio generalizado hacia la cultura “tinder”. Getty / Collage: Blanca López

Para Christine Emba, una de las claves reside en que se ha liberado el sexo sin liberar antes a las mujeres. La articulista de The Washington Post piensa que es un error que las conversaciones sobre sexo empiecen y acaben en el consentimiento: “Un buen suelo ético, pero un techo terrible”. Uno de los ejemplos que refiere es el del exitoso cuento Cat Person, de Kristen Roupernian (publicado en The New Yorker en 2017), feroz radiografía de la figura del nice guy, un hombre que finge ser encantador y atento con el simple objetivo de obtener sexo, cuya personificación en el relato, a la hora de la verdad, no demuestra el menor interés por los gustos y preferencias de su compañera de cama.

Luisgé Martín, sin embargo, se muestra preocupado porque “la moral” domine la concepción del placer: “Creo que se está produciendo el movimiento inverso al que se debería haber producido. En vez de una expansión sexual femenina, se está volviendo a una represión para todos. En las relaciones se interpreta la clase social, los nexos de poder, la edad, la normatividad de los cuerpos… Hay que usar un algoritmo para saber si puedes desear a alguien, y eso mata el deseo o lo destruye”.

Sea como fuere, los tiempos de la hipersexualización están decayendo en el discurso público: las viejas humillaciones a la castidad voluntaria o involuntaria han dejado paso a la razonable idea de que experimentar placer no es algo que deba someterse a presión, ni a índices de productividad. Porque, como cantaba alguien muy anterior a la generación Z, “no todo va a ser follar, también habrá que comprarse unos calcetines”.

Una lanza por el materialismo corporal

En ¿Soy yo normal?, Luisgé Martín despatologiza la perversión erótica, aborda filias y trae a colación casos como el de unos seguidores del cineasta John Waters que se sustituyeron la piel del escroto por una membrana transparente para verse los testículos. Martín defiende un “materialismo corporal” igualitario que reconozca “la cosificación, la deshumanización del cuerpo, así como la caducidad arbitraria del deseo” frente a la confusión de “la dignidad de las personas y el consentimiento preceptivo con el puritanismo de las almas y del sexo trascendente”. 

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