Para el que mira sin ver

Hace unos meses escribí en esta misma columna que como la juventud no es lo que era, este año me he visto en la tesitura de ser madre joven con 30 y la primera de mis amigas que tiene un crío. Contaba al hilo de esto que, de entre todas las preguntas que me hacen, una de las más frecuentes es que cómo es dar de mamar, a lo que respondo que parecido a rezar: “Es sentirse unida a algo mayor, saberse trascendida por aquello que la supera a una: el amor. Es la revelación, de pronto, de que todo siempre es más leve”, escribía entonces.

Y recibí contestación: una periodista me respondió con un artículo en el que contaba que la lactancia “no es nada telúrico ni sentirse ligada a una corriente milenaria de sustento” sino “tener grietas, molestias de agarre, que te succionen la vida, que te impongan rutinas, horario y responsabilidades”. Y tenía razón, claro, porque dar de mamar también es todo eso.

Se preguntaba, irónica, si los que dan biberón a sus bebés podrán experimentar mística alguna, y yo estoy segura de que sí: sentirán exactamente la misma pero a través de sus primeros balbuceos. Y los padres que sean sordos —por anticiparme a la pega—, mediante sus primeras sonrisas. Y los sordos y ciegos le buscarán la mística —y la encontrarán, porque la tiene— al momento en el que les agarren el dedo con su manita por vez primera. Y aún si estuvieran amputados de todos los sentidos físicos, podrían acceder a ella a través de la mera conciencia.

“Para el que mira sin ver”, cantaba Atahualpa Yupanqui, “la tierra es tierra, no más”. Por eso quien decide ignorar la trascendencia del vivir, del existir, del servir o del continuar, ese jamás se va a enterar de nada de esto aunque tenga la mejor vista o el oído más fino. Para él dar de mamar serán solo grietas y horarios, del mismo modo que probablemente las relaciones de pareja se reduzcan a discusiones y a tener que lidiar con las manías del otro. De la escuela se quedará quizá con el sueño que pasa uno despertándose a las ocho y con el tedio de memorizar, y de la vida misma con aquel día que le robaron la peonza, con la noche en que le dejó su primera novia, con el día que murió su padre. De tanto reducir cada fenómeno a lo más basto e inmediato, acabará quedándose del mundo solo con sus durezas y miserias.

Y así, ¿por qué traer criaturas al mundo, con toda esa mística de la paternidad? ¿Por qué tener, siquiera, pareja, con toda esa mística romántica? ¿Por qué iba a alguien querer estar vivo, con toda esa mística existencialista? ¿Por qué iba el cosmos a existir en vez de no hacerlo, con toda esa mística de Leibniz?

Carl Sagan tenía la teoría de que el Universo creó a la Humanidad para percibirse a sí mismo, pues solo los humanos podían narrarlo, representarlo y reflexionar sobre su sentido. El problema es que nos cansamos pronto de las cosas, y la segunda vez que contemplamos una maravilla ya nos parece del montón. Por eso nos hizo mortales, con un límite que nos obligase a apreciar, y además, fértiles, de forma que el sentido esté en constante rejuvenecimiento. Decía Max Weber que la modernidad es un perpetuo desencantamiento del mundo, por eso hay quien mira sin ver. Pero prueba a señalarle a un niño la cima de una montaña y a decirle que es tierra, no más.

Inicia sesión para seguir leyendo

Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis

Gracias por leer EL PAÍS

Enlace de origen : Para el que mira sin ver