Perder para ganar: Trump contra los tribunales 

La escena se repite con la precisión de una comedia clásica: Trump lanza una medida que suena como un cañonazo ―aranceles, vetos, castigos a Harvard―; las instituciones se llevan las manos a la toga; los jueces dictaminan que no, que el presidente no es un emperador. Ah, qué alivio. El sistema resiste, pensamos. Pero mientras el liberal se sirve otra copa de chardonnay en Georgetown, Trump sonríe desde su campo de golf con una mueca que recuerda a una criatura de Dickens: mitad empresario de vodevil, mitad profeta del colapso. El Tribunal de Comercio dice que sus aranceles fueron ilegales. ¿Y qué? El votante de Ohio no ha leído la sentencia, pero ha visto a Trump gritar contra China, castigar a México, plantarle cara a las élites con diplomas enmarcados.

Aquí es donde entra en juego la lógica de Dominic Cummings, el Rasputín sin barba de la política británica. Podría haberlo escrito en una servilleta: no intentes ganar en el marco del sistema, haz que este parezca tan podrido que la gente exija su demolición. No es un programa de gobierno; es un guion de desmantelamiento institucional con foco narrativo. El gran estratega de la metodología del caos diría que todo es parte de una misma lógica de descomposición que no es accidental, sino funcional. Cuando los sistemas se polarizan tanto, las reglas del juego se convierten en armas y los árbitros dejan de ser neutrales, no porque sean corruptos individualmente, sino porque el diseño institucional ya no les permite mantenerse al margen. Trump pensará que la Constitución fue diseñada para aristócratas del siglo XVIII, no para estrellas de televisión como él. Recuerden el modelo de demolición institucional del Brexit: Take Back Control no fue pensado solo para que la gente votara la salida de la UE, sino para que sintiera que su país ya no les pertenecía. El colapso fue más estructural que moral: el sistema está concebido para funcionar con una mínima base de confianza compartida que ya no existe.

Cummings vería este momento como parte del proceso de deslegitimación total. Cuando las élites políticas y judiciales se enfrentan abiertamente, el sistema deja de parecer estable a los ciudadanos. Ya no hay árbitros creíbles, solo bandos. Y eso, en términos de ingeniería política, es el preludio del rediseño radical que siempre ha buscado Trump. No es solo un conflicto de Trump contra los jueces. Estamos viendo cómo la figura del juez y de otros actores pierde su aura de imparcialidad en el relato público porque la lógica de degradación del sistema ya no permite figuras neutrales. Mientras, los centristas confían en powerpoints, en los valores de la Ilustración y las decisiones basadas en “evidencia”, un enfoque racionalista que presupone instituciones estables, árbitros neutrales y un terreno común para el debate. Pero la nueva derecha global ha entendido otra cosa: el poder es un espectáculo y el mundo un escenario, y no se trata solo de EE UU. La lógica se extiende, con acentos locales, por toda Europa. También en España se percibe cada vez más la tentación de importar esta estrategia: desgastar las instituciones desde una sobreactuación interna que las conviertan en meros actores de reparto de una lucha más grande. La política deja de ser el arte de lo posible y se convierte en un sucio casting para el papel del héroe asediado y del centinela que duda entre defender el fuerte o incendiarlo todo por dentro de una vez.

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