Pergaminos negros

El 23 de febrero de 1887 se produjo hacia las seis de la mañana un terremoto en la costa mediterránea que afectó sobre todo a Niza. Guy de Maupassant vivía en el cabo de Antibes y, aquella noche, se fue a dormir hacia la una después de haber terminado de leer un relato. Lo despertaron unas “espantosas sacudidas” y creyó que la casa se le estaba cayendo encima. “Las paredes comenzaron a crujir y todos los muebles chocaban haciendo un ruido ensordecedor”, contó en una crónica que se publicó el 1 de marzo en el Gil Blas, un diario parisiense con un marcado carácter literario y satírico. “Me puse de pie en la habitación y alcancé la puerta cuando una violenta oscilación me lanzó contra la pared”.

Maupassant habla de “insólitas tempestades del suelo” para intentar definir “un accidente tan raro como un terremoto”, y más adelante observa que se trata de un fenómeno que produce “la sensación lacerante de la impotencia humana y de la precariedad”. El escritor francés apunta: “Contra la guerra, la fuerza; contra la tempestad, el refugio; contra la enfermedad, las medicinas y el médico, eficaces o no”. Y concluye que contra un terremoto no se puede hacer nada.

Ahora que se observa lo que está ocurriendo en Ucrania no resulta fácil entender lo que dice Maupassant cuando considera que a la guerra se la puede combatir con la fuerza. Igual en 1887 el nivel de desarrollo de las armas permitía todavía imaginar respuestas militares de la misma o parecida magnitud a los ataques que pudieran producirse y que, por tanto, existía alguna posibilidad de frenar el horror. Pero la amenaza de Putin de recurrir a la fuerza nuclear si las iniciativas de Occidente van muy lejos termina por desarticular cualquier maniobra militar de envergadura. O, por lo menos, las reduce de manera drástica. Un ataque nuclear, salga de donde salga, puede acabar con todo y convertir en una minucia esa violenta oscilación a la que se aludía Maupassant y que lo lanzó contra una pared. Si los terremotos son, como decía, “tempestades del suelo”, hace ya un siglo que las guerras adquirieron una condición semejante. De hecho, Ernst Jünger se refirió a lo que sucedió tras desencadenarse la de 1914 como “tempestades de acero”.

El brutal ataque del miércoles de los invasores rusos contra un hospital materno-infantil de Mariupol da la medida de lo que está ocurriendo en Ucrania. El edificio quedó gravemente dañado, una bomba abrió un gran cráter en el patio, cayeron árboles, se incendiaron coches. Lo que siempre es más difícil de describir es lo que padecieron quienes estaban dentro de aquel lugar cuando se produjo la tempestad. Jünger, con la frialdad característica de su estilo, se refirió en su libro sobre la Gran Guerra a los cadáveres de unos soldados de un regimiento colonial francés que encontraron de camino cuando su unidad avanzaba hacia el frente y escribió que “sus rostros parecían estar hechos de pergamino negro”. No hay nada que pueda leerse en un pergamino negro, el horror no tiene palabras. ¿Entonces? Acaso solo queda agarrarse a la frágil esperanza de que Maupassant tuviera razón y que “contra la guerra” todavía existe alguna fuerza: el coraje de una población asediada que se defiende como puede, las sanciones contra los perpetradores de la invasión, las negociaciones para que cesen las matanzas.

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