Perro ciego

La psiquis es un perro ciego. Yo la trato con cautela para que muerda despacio. Creo conocerme ―pienso mejor cuando corro, funciono mal en días feriados― pero ahora me sorprende cierta inclinación hacia lo paranormal: he empezado a recordar sueños que tendré en el futuro. Duran una fracción de segundo, están vivos como bacterias, son cosas no inventadas que un día van a inventarse: existen, solo que después. Estas situaciones me marean, me hacen sospechar de mí. Prefiero cuando estoy más plana, cuando no hay tanto de mí en otra dimensión. El otro día vi el final de una pésima película sobre un libro estupendo, Soy leyenda, de Richard Matheson, que cuenta la historia del doctor Neville en un mundo arrasado por un virus que transformó a los hombres en vampiros. Deprimido, alcohólico, suicida, Neville sigue y sigue sin saber para qué. Cada día sale de su casa y, para evitar el ataque de los seres nocturnos, regresa antes de que oscurezca. Al ver el final edulcorado de la película recordé un pasaje de la novela que me puso los pelos de punta: Neville sale a la hora de siempre, camina por la ciudad devastada, chequea el reloj, sigue caminando. De pronto nota algo extraño ―una luz rara― y mira la hora. Es la misma de antes. El reloj se ha detenido. Intenté encontrar el libro en mi biblioteca pero no lo logré. Me fui a dormir. Me levanté a las siete, prendí mi computadora, trabajé. Poco después ―eso me pareció― fui a la cocina. El hombre con quien vivo dijo: “Qué tarde se hizo”. Miré mi reloj, dije: “Pero son las ocho”. Él dijo: “No, son las doce”. Eran las doce: mi reloj se había detenido. ¿A qué hora desperté, cuánto tiempo pasé trabajando, por qué esto sucedió la mañana siguiente a la noche en que recordé aquella escena espeluznante? El chacal de mi psiquis reía regocijado: ¡Llegan los vampiros, vienen por vos! Me quedé mirando el reloj como si contemplara las magras casuchas donde vive la locura.

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