Pu-te-ros

nHace unos años, antes de que el pinchazo de la burbuja inmobiliaria lo apuñalara vivo, un amigo, aparejador en uno de esos obrones de pisos con pádel y piscina en la periferia, me contó un chascarrillo que me sonrojó hasta la raíz del pelo. En esa época sobraba trabajo en la obra, las constructoras se rifaban a los albañiles —por no hablar de los yesistas, que cobraban más que un ministro—, y muchos campesinos cambiaron la azada por la llana arriesgándose al pan para hoy y el hambre para mañana. Todos los días, madrugón mediante, llegaba al tajo un enjambre de cuadrillas provenientes de pueblos a hora y media de furgoneta para echar la peonada en el polígono de 8.00 a 18.00 y volver pitando a casa a tiempo de cenar y dormir con la parienta. Todos los días menos los viernes, que plegaban a la una y, esa era la anécdota que mi amigo narraba como si nada para mi escándalo absoluto, algunos aprovechaban para hacer escala técnica en un puticlub de carretera y llegar a casa ya comidos, bebidos y corridos para disfrutar del fin de semana con sus mujeres y sus niños y oír misa de doce el domingo.

A ver, una no es nueva. En este país, el primero de Europa y el tercero del globo en consumo —qué bello concepto— de prostitución, ir de putas es lo más normal del mundo. Una afición trasversalísima. Tanto, que el vocablo “putas” aparece desde en sumarios de corruptos de uno y otro signo político hasta en la oferta de ocio de congresos de telefonía. Ahora es cuando saltan los ofendiditos con que no todos los albañiles, ni todos los políticos ni todos los ejecutivos van de putas. Pues claro. Not all men, vale, pero casi todos los clientes de prostitución son men, amigos. Entonces, ¿por qué, en vez de putas, no hablamos de puteros? Sí: pu-te-ros. La RAE, al definirla, dice que es una palabra malsonante y despectiva. Quizá por eso no les gusta a los señores. O igual es porque entre bomberos no se pisan la manguera, ni lo otro, no sea que les salpique.

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