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Ella quería que yo eligiese un poema para que fuese leído en la ceremonia civil de su boda, en lugar de algo adocenado y empalagoso decidido por un funcionario. Un poema de amor, claro: no de amor masculino o femenino, sino sencillamente de amor. ¿Romántico? Pues si no es romántico, ¿qué va a ser un poema de amor? ¿Jurídico? ¿Equilátero? ¿Quirúrgico? ¿Profético? Eso resultaría catastrófico. Tampoco puede ser teológico porque el amor desafía al tiempo y a la necesidad, o sea a Dios. Aunque quizá haya un dios detrás de Dios, por el que preguntó Jorge Luis Borges, que inspire la blasfemia, niegue la necesidad y repudie el tiempo… un dios romántico, patrón de lo imposible y del amor. Pero el caso era encontrar ese poema para que sea leído en sede municipal. Y, la verdad, ¿qué sé yo de poemas de amor? Quevedo y Shakespeare son demasiado conceptuales, mi querido Bécquer es triste, Verlaine o Rilke demasiado extranjeros, los contemporáneos demasiado… contemporáneos. Será mejor volver al soneto de Lope de Vega, que lo dijo todo con palabras de todos: “Desmayarse, atreverse, estar furioso…”.

Le dije que era un poema difícil de leer bien, que la sucesión de términos contradictorios pero complementarios crea un ritmo acelerado que a la voz le cuesta conseguir sin caer en lo incomprensible o lo burlón. “Lamentablemente ―suspiré― ya no se enseña a declamar en los colegios como antaño, todo es sonsonete o rap…”. Su hijo, 14 años, miró la pantalla del móvil por encima de su hombro y empezó a recitar: “no hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo…”. Era sin duda el tono del joven seductor, un punto irónico pero irresistible. ¡Qué envidia me dio escucharle! “Quien lo probó lo sabe”, pensé. Y aplaudí al rapsoda.

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