Rybakina triunfa y cuela a Rusia en Wimbledon

Fría, fría como el hielo, Elena Rybakina (Moscú, 23 años) celebra con la misma moderación que pelotea. Acaba de conquistar Wimbledon, su primer grande, y apenas arquea las cejas mientras recibe la bandeja dorada de las elegidas y su rival, la tunecina Ons Jabeur, primera mujer africana que ha alcanzado la final de un major, agacha la cabeza desconsolada porque la oportunidad se ha esfumado: 3-6, 6-2 y 6-2, tras 1h 48m. La campeona recoge el testigo de la ya retirada Ashleigh Barty y se convierte en la ganadora más joven del torneo británico desde que se coronase Petra Kvitova, encumbrada en 2011 con 21 años.
Aquel día, la checa, hoy ya una veterana, barrió a la mediática Maria Sharapova, precisamente la última rusa que había dejado huella sobre el verde de Londres. La releva Rybakina, chica tímida, de planta impresionante –1,84 de estatura, brazos y piernas larguísimas, prodigiosamente atlética– y con pegada de acero. Nadie contaba con ella al inicio de la competición y su cima añade una nota de morbo a esta edición distorsionada. Nació en Moscú, pero representa a Kazajistán desde hace cuatro años, cuando siguió el ejemplo de otros compatriotas y atendió al dinero que había encima de la mesa.
Paradojas del destino, Rybakina ingresa en el historial el año en el que la organización prohibió jugar a los representantes rusos y bielorrusos, que sí han podido desfilar por otros territorios del circuito bajo bandera neutral. Dice la campeona –duodécima del mundo ahora, salto desde el puesto 23– que se debe a su nueva patria, que Kazajistán sí ha creído en ella, que en realidad no vive en ninguna parte (Eslovaquia, Dubái…) y que regresa testimonialmente a Moscú, donde residen sus familiares; las redes sociales, sin embargo, destapan periodicidad en las visitas y la muestran luciendo orgullosa la bandera rusa en edad juvenil.
“Estaba supernerviosa antes y durante el partido”, dice después de haber recibido el trofeo de manos de la duquesa de Cambridge. Su rictus y su disposición, imperturbables de principio a fin el día de su primera gran final, le llevan la contraria. Ni ha pestañeado Rybakina para remontar el duelo con Jabeur, aspirante a convertirse en la primera africana en elevar un grande y a priori favorita. Venía la tunecina de ganar el preparatorio de Berlín y de encadenar 11 triunfos, superior en 22 de los últimos 24 partidos que había disputado. Pero la rusa (o kazaja, según se mire) corta la racha.
La ansiedad le pasa factura a Jabeur, dos del mundo, y el tenis femenino tuerce el gesto porque su historia era más jugosa, de mayor proyección. Vuelve a imponerse la potencia y la velocidad, la palanca y el parsimonioso hacer y caminar de Rybakina. Ni un solo gesto hasta cerrar el pulso. No entraba las quinielas, pero fueron cayendo las principales cabezas de serie y en la foto final aparece reluciente ella, la 17ª candidata y que hasta ahora solo se había hecho con un par de títulos discretos (Bucarest 2019 y Hobart 2020). Nunca había logrado sortear la barrera de los cuartos en un gran escenario. Wimbledon, sin embargo, asiste a la entronización de una rusa. La gran paradoja.
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