Si gana un segundo mandato, Macron deberá transformar su presidencia

Si se echa una rana en una olla de agua hirviendo, salta; si se echa en una olla de agua fría y se calienta gradualmente, hierve viva. En un país con tradición de cocina de ranas, la parábola es hoy muy acertada. Si hace una o dos décadas la ultraderecha francesa se hubiera hecho con tres de cada diez votos, y casi seis de cada diez votos en total hubieran ido a parar a los candidatos antisistema de la derecha y de la izquierda, se habría tratado de una crisis chocante. Sin embargo, cuando el domingo la primera ronda de las elecciones presidenciales francesas a dos vueltas arrojó precisamente ese resultado, la reacción mayoritaria fue de júbilo. Entre los moderados proeuropeos que asistieron a la comparecencia de Emmanuel Macron en París hubo vítores y gritos de alegría. Se agitaron banderas de Francia y de la UE.

El contraste entre lo que han sido unos resultados realmente alarmantes y el aire de alivio ilustra lo mucho que se han calentado las aguas en los últimos años. Cuando en 2002 Jean-Marie Le Pen se hizo con el 17% de los votos en la primera vuelta, fue un escándalo en toda Europa. Sin embargo, en la era de Trump y el Brexit, Salvini y Abascal, Orbán y Kaczynski (por no hablar del asesino y fascista Putin de Rusia), el hecho de que la hija de Jean-Marie, Marine Le Pen, haya obtenido el 23% de los votos parece mucho menos remarcable. También los votos para el aún más extremista Éric Zemmour, el populista de izquierdas Jean-Luc Mélenchon y otros candidatos de línea dura que, en conjunto, ven cómo el apoyo a la política antisocial en todas sus formas alcanza el 58%. Y en una época en la que los partidos mayoritarios de todo Occidente luchan contra la fragmentación, nos sorprende menos de lo que nos hubiera sorprendido antes que los socialistas y gaullistas —las poderosas familias políticas de Mitterrand y Hollande, Chirac y Sarkozy— hayan caído por debajo del 2% y el 5%, respectivamente. La participación ha sido la más baja en dos décadas.

Para ser justos, el 28% de Macron este domingo resulta impresionante a su manera. Es el mejor porcentaje de votos en la primera vuelta para un presidente en funciones desde 1988. Es mejor que su resultado en las mismas circunstancias de 2017 y le da una mayor ventaja sobre Le Pen que hace cinco años. Pero estos datos no deben hacernos olvidar la fragilidad de la democracia liberal en la Francia actual. Dos sondeos realizados la noche del domingo apuntan a una preocupante segunda vuelta ajustada el 24 de abril: sitúan a Macron-Le Pen en 54-46 y 51-49. Le Pen aún podría ganar.

No estaba previsto que fuera así. La victoria inicial de Macron en 2017 debía ser un punto de inflexión. “Lo que está en juego no es solo la política”, dijo entonces en un mitin. “Es el futuro de nuestra sociedad, de los franceses, de nuestra vida en común”. El joven candidato argumentó que sus reformas eran “esenciales para evitar que el Frente Nacional [como se llamaba entonces el partido de Le Pen] se fortalezca dentro de cinco años”.

Por aquel entonces, muchos de nosotros, entre los que me incluyo, nos permitimos un cierto optimismo sobre su potencial. En un país que parecía perdido en su propia sensación de decadencia, alejado de su política, golpeado por los ataques terroristas y el estancamiento económico, Macron prometía esperanza y cambio. Había comenzado su candidatura a la presidencia con La Grande Marche, un proceso ascendente de conversaciones con decenas de miles de ciudadanos, un movimiento del que surgiría La República en Marcha, su nuevo partido político. Prometió romper con la vieja división izquierda-derecha con una nueva política radical comprometida a enfrentarse a las estructuras rígidas y a los intereses creados que frenaban a Francia. Era y es una visión atractiva.

Los cinco años transcurridos desde entonces no han estado exentos de logros. El desempleo en Francia ha caído a su nivel más bajo en 13 años. Por primera vez en décadas, la mayoría de los nuevos puestos de trabajo son contratos permanentes. La creación de empresas está en auge: el objetivo de Macron de lograr que 25 empresas digitales francesas valgan 1.000 millones de dólares o más para 2025 se alcanzó en enero de este año. La economía ha superado la pandemia mejor que la mayoría de sus homólogas.

Sin embargo, a pesar de todo esto, persiste un profundo malestar en la sociedad francesa. Para hacerme una idea del estado de la nación, el mes pasado la recorrí desde el canal de la Mancha hasta el Mediterráneo, visitando grandes ciudades y pequeños pueblos. El argumento que escuché una y otra vez fue que la Francia de hoy está más dividida que nunca: entre las zonas urbanas y la “Francia periférica” relegada, entre una cultura de laicismo y daltonismo oficial y la realidad multicultural de la Francia de hoy, entre visiones rivales del significado de lo que es ser francés.

Las raíces de estas divisiones son profundas y son anteriores a la presidencia de Macron. Sin embargo, también es evidente que no ha alcanzado las esperanzas de 2017. Lejos de revitalizar la política, La República en Marcha ha resultado ser una cáscara vacía de partido. Lejos de reconectar a los votantes ordinarios con la política, Macron ha adoptado con demasiada frecuencia un estilo altivo, incluso regio. Y, lejos de curar las divisiones de Francia, las ha profundizado en algunos puntos: por ejemplo, permitiendo que surja la impresión de que es un “presidente de los ricos”. Las escenas más memorables de su primer mandato han sido las protestas de los chalecos amarillos contra el aumento del coste de la vida en 2018 y 2019. En lugar de un nuevo tipo de política que trascienda la división izquierda-derecha, termina el quinquenio pareciendo un líder convencional de centroderecha.

Incluso si Macron gana la reelección, las tendencias a largo plazo son alarmantes. Los socialistas y los gaullistas pueden estar al borde del colapso. Los Verdes, aunque han tenido éxito en la política municipal, no han logrado un avance como sus homólogos alemanes. Y La República en Marcha se construye mayoritariamente en torno a la personalidad y el atractivo del propio Macron, con una infraestructura de base limitada. Sin embargo, según las normas de limitación de mandatos de Francia, tendría que dimitir después de un segundo mandato. Esto crea una situación peligrosa para 2027: un posible vacío en la política francesa dominante combinado con la seria posibilidad de una ultraderecha consolidada y aún más fuerte.

La respuesta, entonces, es evitar la más mínima gota de complacencia. Esperemos que Macron gane un segundo mandato. Si lo hace, debe utilizarlo como una oportunidad para resetear y reiniciar su presidencia, llevándola de vuelta al radicalismo optimista de 2017. La República en Marcha debe volver a ser un movimiento vivo, una plataforma para los intercambios serios entre los ciudadanos y la política y una incubadora para los potenciales líderes con talento del mañana, en lugar de sólo Macron y un grupo de exgaullistas envejecidos. Macron debe mostrar humildad y contrición, una voluntad de aprender de sus fallos y responder a las razones que llevan a los votantes hacia los políticos antisistema. También debe volver a conectar con el centroizquierda y su sentido de la cohesión social y la solidaridad; en particular, con la llamada deuxième gauche [segunda izquierda], cuyo énfasis en la descentralización, el pluralismo y la democracia intensiva se necesita urgentemente en la república fracturada y excesivamente centralizada de hoy.

Macron no es fundamentalmente un mal presidente. Pero es un presidente defectuoso, y el resultado de la primera vuelta es una muestra de ello. La República francesa se acerca peligrosamente a la calamidad, a la ebullición viva. La primera prioridad es evitar esta calamidad el 24 de abril. La siguiente prioridad es evitarla en 2027 y después.

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