Skjelmose derrota en la fotofinish a Pogacar en la Amstel Gold Race

Tadej Pogacar peleó contra todos, Remco Evenepoel persiguió a Pogacar, Mattias Skjelmose recibió la pinta de cerveza dorada en lo más alto del podio de la Amstel Gold y Pogacar se la bebió, dos tragos largos, sedientos, el cáliz de la amargura, y se pasa la lengua por los labios, regustando su libertad en la derrota. Los otros dos en el podio que homenajea al vencedor abstemio y a la ironía, le miran con envidia.

La razón práctica, la inteligencia, como siempre en Holanda, contra el amor por la grandeza, por el gesto, el derroche, que da sentido a los campeones de la década, y la derrota, tan inesperada.

El esloveno lleva disputadas seis carreras esta primavera. Ha ganado tres, ha quedado tercero en una y en la clásica holandesa ha vuelto a quedar segundo una semana después de la París-Roubaix, víctima de su entusiasmo, de su alergia al cálculo, de una cabeza que se niega a pensar en la consecuencia de los errores, de un alma que cree que el viento siempre soplará a favor.

Es Domingo de Pascua, anuncian la muerte a los 85 años de Barry Hoban, el amigo de Tom Simpson que ganó la etapa del Tour al día siguiente de su muerte en el Ventoux y luego se casó con su viuda, y como un conejo resucitado, saltimbanqui, ataca Julian Alaphilippe, ya perilla de filósofo triste, avejentado, melancólico, no la de D’Artagnan audaz locuelo que le hizo florecer hace cuatro o cinco años. Como esperando que algo ocurriera para por fin moverse, Pogacar se va con él. Es también el único que resiste la violencia del ataque seco, traidor, del francés en el Gulperberg. Se van los dos solos. Quedan 47 kilómetros para la meta y 12 montículos. Sopla el viento que tumba los sembrados altos al borde de las carreteritas estrechas, engañosas, de Limburgo. Y quedan aún 43 kilómetros, y 11 subidas matadoras, cuando en el Kruisberg, la colina de la cruz, resurrección efímera, el francés exhala su último suspiro. Pogacar se queda solo. Ante este guion habitual, en el corazón del aficionado amoroso, laten dos deseos, sístole, diástole: que gane como siempre que se va solo, tan superior, que crezcan los segundos y los minutos de diferencia, como en Lombardía, en el Mundial de Zúrich, en las Strade Bianche, en las etapas del Tour, para así poderlo seguir adorar como alguien de otro mundo; que alguien le alcance, que le dé pelea, que le derrote para demostrar su humanidad, para desear su regreso el jueves con una venganza en la espada en la Flecha Valona o el domingo en la Lieja, que le puedan Mattias Skjelmose, el primero que se extrae del pelotoncillo de persecución, y lo hace porque sabe que en esos grupos es imposible que haya acuerdo, un convenio de colaboración, o, mejor aún, Remco Evenepoel, que regresa engrandecido y se une al danés rápido, y sigue tirando como si corriera solo. Ese es Remco, el doble campeón olímpico, el orgullo.

Pogacar es un espectro arcoíris que mantiene 30s de ventaja. Un punto siempre a la vista de Remco y Skjelmose, un danés de 24 años, más escalador y ganador de pruebas por etapas, como el Tour de Suiza en el que derrotó a Juan Ayuso, que clasicómano. Es un duelo a distancia, hermoso y doloroso. Los que más trabajan, Pogacar y Remco, serán derrotados. Remco mantiene la distancia, la acorta a cámara lenta o a grandes pasos, como en el matador Keutenberg, una recta interminable, bastantemente inclinada. Cuando ve que hay esperanza, ya en los últimos 15 kilómetros, Skjelmose colabora.

La misma contradicción paraliza a Pogacar con tanta fuerza como el viento que le hace darse cuenta de su estupidez, de lo imposible de su empresa. “Yo estaba solo y ellos eran dos, esa es la diferencia”, dice Pogacar después de beberse la pinta. “Cuando Alaphilippe y yo nos fuimos, esperaba que se quedara más tiempo conmigo y que pudiéramos aguantar, pero quizá nos mató el entusiasmo del primer ataque. En los últimos 15 km, con un viento de cara muy fuerte, no pude aguantar, no pude ampliar la ventaja, y decidí esperarles e intentar ganarles en el sprint. Fue un poco arriesgado y al final quedé segundo. Quedan dos batallas. No veo el momento de que lleguen”.

Skjelmose juega al engaño. Astucia. Cierta sabiduría que permite a los menos fuertes acercarse y hasta ganar a los imponentes. En el Bemelerberg, a 10 kilómetros, alcanzan a Pogacar los dos. La marcha del trío que, tácitamente, ha aceptado que la victoria se decidirá en la tómbola del sprint, y ninguno es especialista, se hace complicada, ratonera. Cuando tira Remco y Pogacar se queda detrás del danés, este fuerza voluntariamente un hueco y obliga a taparlo al esloveno, que perderá antes las fuerzas que la buena voluntad. Tres, cuatro veces, ocurre, tres o cuatro veces que Pogacar deja fuerzas mientras el danés marcha a rueda, ahorra. Solo abre la boca para llorar. “Le decía a Remco todo el tiempo que estaba jodido y que por favor tirara él en las subidas, que yo estaba al límite. Y cuando alcanzamos a Pogacar solo tiré porque así tenía seguro el podio, y eso era ya un gran resultado para mí”, admite después el danés, sin haber probado ni una gota de cerveza. “Así que solo intenté mantener al grupo en marcha para que no nos alcanzaran por detrás y, por supuesto, esprintar para conseguir el mejor resultado… Pero ganar ha sido surrealista”.

En el Cauberg, el último obstáculo, ninguno se mueve. La última recta nadie releva a Remco, que, como el viernes en la Flecha de Brabante, se ve obligado a lanzar el sprint. Lo hace pegado a la valla. Pogacar le adelanta por su izquierda, por el lado del viento, y más por la izquierda aún remonta Skjelmose, y en el último metro adelanta lo justo su rueda. Una victoria de fotofinish que puede con todos los entusiasmos.

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