Sopa de langosta

Una mota de polvo empieza a rodar. A su paso arrastra más polvo, y dando vueltas, imanta a un hierbajo minúsculo. Más polvo, resina y pinocha, se aferran a la materia primera. La mota-bolita se para. Se deja mecer por el viento, que parece que vaya a hacerle cambiar de dirección. Reposa, y un viento más fuerte la empuja para que pueda continuar su camino. La mota primera, aparentemente insípida, se ha ido rodeando de una belleza pura que hace que no podamos dejar de mirarla. De esta manera, con un manejo excelente de los tiempos lentos y de la fuerza de lo que no se ve pero que puede arrasar continentes enteros, Rafa Molés y Pepe Andreu lanzan sobre nosotras una red gigante que podría cubrir una montaña.

La niebla y el agua nos mecen en un viaje visual por una Islandia vaporosa y sólida. Las cámaras podrían haberse plantado delante de Seydisfjordur, o debajo de Dettifoss. Los directores podrían haber hecho coincidir sus estancias con los meses en que pueden observarse las auroras boreales, o haber registrado el sonido que producen los icebergs al quebrarse, pero eligieron la belleza de aquello en lo que muy pocos se permitirían posar la mirada: un destartalado bar de marineros pegado a una fea nave en la que se palpa la tristeza. En un plato hondo lleno a rebosar de sopa de langosta flotan las miserias, los deseos, la manera en que una comunidad entera se ha construido. Sus miedos. Sus mayores virtudes. Aquello de lo que la comunidad más orgullosa puede sentirse y que la máquina gris y cruel del capitalismo puede robarle de un manotazo.

—Pero, ¿por qué? Se me ha olvidado. ¿Por qué abrimos el Bryggjan? —Bueno… Teníamos esa habitación abajo, que estaba llena de trastos. —Sí. Fue porque vimos bastante gente y turistas por la zona del muelle. —Creo que fue por eso.

Sorbemos la sopa. Contamos los coches aparcados en la cercanía de la Laguna Azul. Cruzamos los dedos para que lleguen clientes y el negocio no se seque como se secó la anterior manera de ganarse la vida. En el bar Bryggjan, los hermanos Alli y Krilli abrazan el tiempo lento, la inquietud y el miedo —todo lo que es uno— para que algo de lo que pasa a diario tenga sentido, y consiguen hacerlo florecer.

Me pregunto si los directores conocían de antemano la magnitud de lo que iba a suceder en aquel fragmento minúsculo de tierra, un lugar en el que se honra a los muertos y se celebra la vida con la palabra, con la música, con los silencios; o si no sabían nada y se dejaron guiar por la intuición plantándose con lo puesto en un espacio creado a cachos: cabalgando entre fotos antiguas, objetos pasados de moda, y un póster gigante de John Lennon, Miguel de Cervantes y Christo y Jeanne-Claude boxean, despliegan lonas y se disuelven en las conversaciones.

Me pregunto también si, al ver por primera vez a Alli, supieron que ya tenían a su protagonista, si en este mundo hambriento de inmediatez y fuegos artificiales, otros habrían elegido a un hombre sobrio y silencioso que nada sabe de cine como centro imprescindible del relato. ¿Quién fue el mayor sorprendido, los directores, o el que se convierte en el constructor de los diálogos que lo sostendrán todo? Lobster soup es Islandia. Pero también es Valencia. Y Berlín. Y Florencia. Es como los libros que permanecen en una por largo tiempo, los que se van desentrañando a medida que se alejan físicamente de una. Hace semanas que se devolvieron al estante, pero su vida es voraz y ya ha empezado a enredarse y a clavar las raíces dentro del cuerpo de quien los ha leído.

Rafa Molés y Pepe Andreu miran lo ínfimo, lo más pequeño, para narrar lo más grande: la verdad de aquello que surge del corazón y empapa el corazón de otros, lo que nos permite avanzar como seres humanos y hace que esta vida valga la pena.

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