Tú, tus hijos y el tarro de los dulces

Supongo que algunas cosas no se enseñan, sino que se aprenden. Puedes haberlas visto y puedes tratar de imitarlas y hasta copiarlas, que es como se aprende de veras, pero tendrás que ser tú el que decidas y arriesgues, el que te equivoques. Supongo también que en ningún otro ámbito se nota ese vértigo ―el vértigo de saber tanto que no sabes nada― como en lo de criar a los hijos y tratar de educarlos.

Puede que tú te hubieras imaginado de madre o de padre. Puede que te hubieras formado la ilusión de pensar qué tipo de progenitor serías. Puede que hubieras escogido las frases de tu madre y de tu padre que por supuesto tú no ibas a repetir nunca. Tendrías claras aquellas manías suyas que detestabas y que no te iban a pasar a ti.

Puede que te hubieras propuesto unas líneas rojas que aún mantienes, claro, porque tienen que ver con tus principios, aunque quizá te digas que fueran muchas líneas y muy rojas y compruebas ahora que el tiempo ha acabado por desteñirlas y desgastarlas. La vida, al cabo, consiste en salir a flote de una pieza.

Luego un día de pronto los niños te preguntarán si hay algo de merienda y te encontrarán al límite de un cansancio que no es ni mucho ni poco, que ni siquiera es extraordinario, pero que está hecho del trabajo, de los turnos, de las extraescolares y de tu propia exigencia por llegar a todas partes y llegar bien. No se puede estar en todo y sonreír, ni hacen falta grandes hazañas para sentirte sin fuerzas: la rutina es capaz de llevarse a la persona que fuiste sin que te des apenas cuenta.

Y tú, en un gesto sencillo y corriente, sacarás un tarro de aquellos dulces que reservabas y que te dijiste que no les darías hasta una ocasión puntual, porque hay que cuidar la alimentación tanto como se pueda. Pero es tarde y estás cansado. Y no es por los dulces, que son lo de menos. Es por la culpa, que no cabe en un tarro. En el fondo, sentirás el reproche que te manda aquel padre que quisiste ser, tan estricto y ejemplar y que, en verdad, no tenía ni idea de muchas cosas. De la vida, por ejemplo.

Les das los dulces sin mayores dramas y sacas ese aprendizaje: que la crianza necesita de buenos propósitos que acabarán sometidos a la implacable ley de que hacemos lo que podemos y llegamos donde llegamos. No se tratará, entonces, de juzgarse con condescendencia. Se tratará, sencillamente, de no juzgarse y vivir.

Enlace de origen : Tú, tus hijos y el tarro de los dulces