Un siglo leyendo el ‘Ulises’

Hace 100 años, en París, un escritor irlandés al borde de la desesperación escribía cartas y telegramas y hacía llamadas telefónicas para asegurarse de que su nueva novela saliera el día programado. James Joyce había publicado ya dos libros que habrían bastado para abrirle un espacio en la historia: Dublineses, que a veces me parece el mejor libro de cuentos de la lengua inglesa, y Retrato del artista adolescente, una novela cuyas últimas páginas me causan hoy los mismos escalofríos que me causaron cuando las leí por primera vez, más o menos a la edad de su protagonista. Pero en enero de 1922, Joyce era conocido sobre todo por una novela que no se había publicado entera, pero que ya era una leyenda: el Ulises. Varios capítulos habían aparecido en revistas diversas, dividiendo a los lectores entonces igual que hoy: la mitad pensaba que la novela era una obra maestra; la otra mitad, que era una obscenidad incomprensible. Ninguna editorial se había animado a publicarla, previendo —correctamente— que recibiría demandas e intentos de censura. Joyce le comentó el asunto con desconsuelo a una librera amiga, y quedó tan sorprendido como ella cuando le oyó preguntar: “¿Le daría usted a Shakespeare and Company el honor de ser su editora?”.

La librera se llamaba Sylvia Beach: una norteamericana joven, de ojos grandes y labios delgados, que había llegado a París escapando de las restricciones de su familia presbiteriana, y cuya librería de la rue de l’Odéon era un lugar de encuentro para los expatriados de toda laya (Hemingway y Pound la frecuentaban, también Gertrude Stein, mentora de todos). La idea de que esa librería se encargara de la publicación de Ulises era por lo menos insólita, pero así se hizo: en abril de 1921 Joyce y Sylvia Beach acordaron la publicación de mil libros, siempre que se hubieran vendido por adelantado, y no se me olvida la carta que escribió George Bernard Shaw cuando recibió una invitación a comprar un ejemplar: “Si usted cree que un irlandés, ya anciano por más señas, pagaría 150 francos por un libro, conoce muy poco a mis compatriotas”. Durante el resto del año Joyce se dedicó a terminar esa novela imposible, haciendo correcciones a los capítulos publicados y buscando quien pasara a limpio los impenetrables manuscritos de los inéditos. El proceso habría sido lo bastante difícil incluso si Joyce no hubiera impuesto, además, la fecha de publicación: dos de febrero.

Era el día en que cumpliría 42, y Joyce era un hombre supersticioso. Nunca quiso, por ejemplo, que la novela se publicara en 1921: las cifras del año suman 13. En verano fue a beber vino con un amigo, y no sólo se preocupó cuando encontró los cubiertos puestos de manera rara, sino que casi le dio un síncope cuando el amigo vio pasar una rata: era señal segura de mala suerte. Por los mismos días, para empeorar las cosas, tuvo un ataque de iritis que lo dejó en cama, en una habitación oscura, durante las siguientes semanas. Pero seguía revisando las pruebas, mandando nuevos añadidos a su impresor —un buen hombre de Dijon que casi enloquece en el proceso—, todo el tiempo recordándole que la novela tenía que ser publicada el dos de febrero. El primer día del mes, paseando por un parque con su mujer, Nora, y la escritora Djuna Barnes, oyó que un hombre le decía: “Usted es un escritor abominable”. Pero se lo dijo en latín, y a Joyce le pareció un augurio tan negativo que se puso a temblar.

Increíblemente, como dice Borges en un cuento, el día prometido llegó. El dos de febrero, a las siete de la mañana, el maquinista del expreso Dijon-París trajo un paquete con los dos primeros ejemplares de la primera edición del Ulises. Sylvia Beach los esperó en la estación de tren, como si fueran dignatarios de algún Gobierno extranjero, llevó uno a casa de los Joyce y se llevó el otro para enseñarlo en su librería. Richard Ellmann, autor de una biografía de Joyce que ha tenido en mi vida un lugar que no suelen tener las biografías, cuenta que la librería estuvo llena hasta el final de la tarde. Cuenta también que Joyce, por su parte, se fue a cenar con su familia y varias parejas de amigos para celebrar el acontecimiento, pero sólo al final de la cena se animó a sacar el libro del paquete que guardaba debajo de su asiento. “Era un volumen”, escribe Ellmann, “encuadernado con los colores griegos —letras blancas sobre fondo azul— que Joyce consideraba como de buena suerte”.

Dos veces he tenido en mis manos un ejemplar de esa edición. La primera fue a mis 21 años, durante el verano de 1994, cuando el hechizo inexplicable que me causó el Ulises estaba en su momento más álgido. Había leído la novela un año antes con algo parecido a la veneración, y aún no entiendo qué vínculo misterioso estableció ese libro hermético conmigo. Lo leí con una dedicación que no he vuelto a tener nunca, acompañándome de dos libros paralelos que explicaran o iluminaran todas las referencias; hoy sigo pensando que es la única manera de leer esta novela llena de guiños, grandes y pequeños, y que leerla sin ayudas bien escogidas es una pérdida de tiempo y explica que tantos lectores se queden fuera. En cualquier caso, esa lectura de mis veinte años tuvo mucho que ver con el afianzamiento de mi vocación, y también —por razones más personales y sin duda más frívolas— con mi decisión de buscar un pretexto para irme a París, pues nada me parecía más urgente en ese momento que estar en la ciudad donde no sólo habían vivido mis maestros latinoamericanos, sino donde aquel “intrincado irlandés” (otra vez Borges) terminó esa intrincada novela.

Lo primero que hice cuando llegué a París, con 23 años y la obsesión devoradora de aprender a escribir novelas, fue caminar hasta el número 12 de la rue de l’Odéon. La librería Shakespeare and Company ya no existía, por supuesto, y la que existía y existe con su nombre no es la misma, aunque sea una heredera digna. Pero estaba (y está) la placa que nos cuenta fríamente lo que allí sucedió. Pues bien, en dos semanas se cumplirán 100 años del día en que un ejemplar de esa primera edición se exhibió en ese local desaparecido como un santo grial, y yo no he podido evitar en estos días volver a mi propia edición, publicada 70 años después, y recorrer mis pasajes favoritos: los tres primeros capítulos, el capítulo de la biblioteca, el de la ciudad nocturna (todavía desternillante) y el monólogo famoso de Molly Bloom. Hoy no admiro las cosas que admiraba con 20 años —ni las dificultades gratuitas ni las pirotecnias sin propósito—, pero he encontrado otras que admirar. Y hace casi un año, cuando un amigo de Madrid me puso en las manos uno de esos ejemplares, volví a sentir una emoción un poco ridícula y en todo caso incomunicable, porque en ese momento se mezclaban el pasado, la amistad y la literatura, tres cosas que siempre me he tomado muy en serio.

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