Una educación de película

Durante unos años colaboré como voluntario en un centro de desintoxicación. Dormí en pisos tutelados, asistí a reuniones y, aunque estaba prohibido, hice algunos amigos. Pero una de las cosas que más me gustaban eran las anamnesis. Con este término, que en griego significa algo así como “recuerdo”, se designaba la larga entrevista en la que la persona que iniciaba el programa debía narrar su historia: entorno familiar, figuras de referencia, hechos traumáticos, ciclos de consumo, abstención y recaída… Yo sólo tenía que hacer algunas preguntas que sirviesen como detonante y transcribir todo lo que me contase el entrevistado. Recuerdo que volvía a casa sumido en confusas reflexiones acerca del determinismo, que es una conjetura que me subleva, y la libertad, que es una hipótesis que me subyuga. Pero de lo que yo quería hablar era de otra cosa.

La cuestión es que, cuando les preguntaba por qué o por quién deseaban realizar el esfuerzo titánico de superar su adicción, muchos de ellos mencionaban a algún profesor o profesora de primaria o secundaria. Así que en el centro de aquel laberinto hecho de familias desestructuradas, pulsiones autodestructivas, injusticias económicas y muchas malas decisiones, el hilo de Ariadna al que se aferraban era el recuerdo de la única persona que les había comunicado algún destello de orden, conocimiento, respeto y confianza. Me atrevería a decir que muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de una sociedad que nunca dio mucho por ellos, el trabajo de aquellos profesores seguía dando sus frutos bajo las formas más insospechadas. Para que luego digan que tienen demasiadas vacaciones…

Y yo, que en aquel tiempo leía demasiadas novelas, no podía evitar imaginarme a aquella profesora (porque en mi imaginación era una profesora) sentada en el salón de su casa, un poco triste y un muy cansada, quejándose quizá de una administración que la maltrata, de una burocracia que la marea y de una sociedad que no sabe reconocer su trabajo. Bueno, y también de esos malos alumnos que aún no sospechan que la necesitarán, y a los que ella ayudará sin llegar a saberlo jamás.

Y yo, que en aquel tiempo también veía demasiadas películas, me imaginaba que convencía al antiguo alumno para que fuese a ver a su antigua profesora y le hiciese comprender que lo que hacía tenía sentido, y que a la larga nada se pierde. Porque el narcoléptico de la última fila, el que corría más rápido que la sabiduría, el que no defraudó a ninguno de los que nunca confiaron en él, la había elegido a ella (y no a un futbolista, a un streamer o a un empresario) para que fuese la Beatriz que lo guiase fuera de aquel infierno. Porque, en mi guión, aquel piezas sin cabeza resultaba ser la última pieza que completaba el rompecabezas. El mismísimo Jean Valjean devolviéndole al obispo Myriel el candelabro de plata con el que le compró el alma…

Es una fantasía, lo sé. Pero ¿por qué los políticos, los creyentes, los nacionalistas y hasta los empresarios tienen derecho a poseer su mitología y su épica, y no los profesores, que son los verdaderos campeones de la ilustración y la democracia? Sé que Francia no es el paraíso, pero al menos aún practica un culto al docente que no puedo dejar de envidiar. Hay cientos de novelas y películas que tienen a algún profesor o profesora como figura protagonista. En España, salvo hermosas excepciones, apenas hemos logrado pasar de la figura necesaria pero insuficiente del maestro republicano. Necesitamos, en fin, visibilizar, dignificar e incluso mitologizar la figura del docente.

Pero después de la poesía, la prosa. Porque no se trata de construir una mística de la educación para que otros la conviertan en el sueldo emocional que compense el martirio de la infrafinanciación. Se trata de dinero, de pasta, de parné. Esto es, de menos precariedad entre los profesores, de menos alumnos por clase, de menos burocracia absurda, de menos purpurina pedagógica y de una educación verdaderamente científica y humanista que tenga como objetivo principal la libertad, porque, como decía Rabelais, “ciencia sin conciencia es ruina del alma”.

La cuestión es sencilla. ¿Queremos que nuestros hijos posean las armas intelectuales y morales necesarias para ser todo lo libres, y por lo tanto todo lo felices, que un ser humano puede llegar a ser? ¿Queremos que, el día en que algunos de nuestros hijos caigan en los muchos infiernos que la vida les tiene reservados, sus profesores los guíen y reconforten a través de la educación que les hayan podido dar? Pues démosles su paga a Quirón y su óbolo a Caronte. Esto es, dinero y reconocimiento. Porque, de otro modo, se los repartirán los demonios del nihilismo y el totalitarismo, que total-son-lo-mismo. Montémonos, pues, la película, dotémosla de presupuesto, y dejemos que los maestros hagan su obra maestra.

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