Una libra de su carne, pero ni una gota de su sangre

Lo que ha pasado este miércoles en el Congreso es como si, en lugar de Marco Antonio hablándole al pueblo de Roma con el cuerpo de Julio César en los brazos, fuese el propio Julio César el que, resucitado, diese un último discurso rodeado por aquellos que lo asesinaron. Hasta ahí la semejanza entre Julio César y Pablo Casado, que en España se entierra muy bien, pero tampoco hace falta ponerse histéricos.

Esos cuatro minutos de Casado hablando desde su escaño pasarán a la historia no por lo que dijo, sino por quienes le escucharon. Fue una escenografía tan potente que la señal televisiva dejaba justo detrás de él, con los ojos tristes, a uno de los pocos hombres que no le abandonaron, Pablo Montesinos; esa cara dolorosa de Montesinos con la mirada vacía es la que estuvo ensayando hace dos años, con éxito moderado, Isabel Díaz Ayuso en El Mundo. La víctima del operativo de Asuntos Internos que le montó Casado, con moderadísimo éxito, estaba de espíritu en el Congreso, y oscuras leyes de la termodinámica hubieran exigido de Miguel Ángel Rodríguez, cuando Casado abandonó el hemiciclo, que colocase un bolso de Ayuso en su escaño. Fundar así una tradición según la cual en el PP, cuando sus líderes dejan de serlo, el bolso de una mujer ocupa durante unas horas el mando para pilotar la transición. Serían transiciones menos cómicas.

“Gracias, señora presidenta. Gracias, señor presidente”. En ese momento Pablo Casado se estiró los brazos, ajustando el traje. Fue raro. La chaqueta le quedaba un poco apretada y él, con los hombros y los brazos, hizo un par de veces ese pequeño movimiento casi espasmódico que siempre dan ganas de acercarse a quitarle la etiqueta. Nosotros lo hacemos en las bodas: tardamos media hora en educar a nuestro cuerpo, en acomodarlo al traje como un pie a un zapato. Es un conflicto interclasista: el cuerpo te pide sudadera con capucha de millonario de Silicon Valley, la cabeza te reclama un traje de Fioravanti. Al final te bloqueas y lo que haces, aturullado, es irte de la presidencia del PP.

Lo que nunca engaña en la vida son la voz y las manos: no hay operación ni ropa que no revele lo que pasa por tu mente cuando uno ve unas manos y oye una voz. Las manos de Casado agarraban unos tarjetones en los que llevaba impreso su discurso. Si España estuviese a la altura de Valle Inclán —que a veces llega y toca, pero nunca se queda—, esos tarjetones serían las pruebas de cargo contra Ayuso, y al terminar de leerlas, en medio del gélido silencio de su grupo parlamentario, Casado se giraría hacia sus diputados con los brazos abiertos y diría: “Os perdono, hijos de puta”, y este país se convertiría, indiscutiblemente, en la locomotora de Europa. De qué tren es lo de menos.

No le tembló la voz, que sí se notó nerviosa y acelerada, y mantuvo el tipo hasta el final porque debía tener tantos puñales en la espalda que iba tieso como una estaca. “Entiendo la política desde la defensa de los más nobles principios y valores, desde el respeto a los adversarios y la entrega a los compañeros” fue la frase que eligió él mismo para colgar, a modo de destacado, en su cuenta de Twitter. No puso el emoji llorando de risa porque Dios no quiso. La ovación que le brindaron sus viejos y leales compañeros fue de escándalo porque si algo saben hacer en esas bancadas, a un lado y a otro, es ovacionar. Se ovaciona todo y a todos, han llegado a ovacionarse lipotimias. No es gente con la que aparecer en un entierro. Aunque muy capaces son de organizar uno a su medida. Y así enterraron en aplausos a Casado, que se sentó al terminar, se puso la mascarilla y volvió a sacársela, poniéndose de pie para saludar a su grupo. Luego se marchó. No se marchó, concretamente: se piró.

“Si intentas matar al rey, no falles” es una frase que hizo famosa Michael K. Williams en The Wire. Casado, que ha dejado una frase para la historia de la política española por lo que tiene de autosabotaje de su propio partido y de enloquecido rapto de honestidad (“la cuestión es si es entendible que el 1 de abril, cuando morían en España 700 personas, se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 euros de beneficio por vender mascarillas”), siempre supuso que el rey era él, por eso pensó que podía darse el lujo de intentar cargarse a Ayuso, fallar y seguir como si nada entregando un par de cabezas elegidas al azar. Pero la reina del PP es Ayuso y Casado lo averiguó cuando, tras fallar el tiro, se le ejecutó sin contemplaciones delante de un tribunal repleto de muchas caras de compañeros suyos.

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En El mercader de Venecia, Shylock reclamaba de Antonio una libra de su carne en pago por una deuda impagada y el juez le advertía: “El contrato te otorga una libra de su carne, pero ni una gota de su sangre”. Exigió la carne más pegada al corazón. Exigió ese dolor exacto. Los mismos que le exigieron a Casado pasar ese tipo de dolor, no un dolor cualquiera, sino un dolor muy concreto que no derramase sangre, aliviaron su conciencia aplaudiendo en una bancada que a esas alturas era un desolladero.

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