Una vez más, la gente

Los procesos migratorios han sido la asignatura suspendida de Europa desde hace dos décadas. La incapacidad de enfrentarse al conflicto ha servido de combustible político. Cada vez que un candidato se hacía fotos en las vallas de protección, en los pasos fronterizos o agitaba soluciones milagro basadas en el autoritarismo, los votantes corrían a concederle la confianza. Se trataba de dormir tranquilos. Pero cuando el Continente está rodeado por otros territorios destruidos por la guerra, la pobreza y el desamparo, la tranquilidad tiene los días contados. También el aislamiento. La desigualdad es un motor de fuga. Las nuevas estrategias políticas han pasado por dotar de fondos europeos a algunos países fronterizos para que actúen como pantalla de contención y filtro. Allí no hace falta atender a los derechos humanos ni a las prevenciones morales que los países europeos se autoexigen. Esa impunidad subcontratada funcionaba como un parche a falta de ideas mejores. Pero hace ya un año que ha comenzado lo que esperábamos, que los nuevos bombardeos y ataques bélicos no se realicen con armamento, sino sencillamente volcando emigrantes sobre el enemigo. España ha vivido su episodio singular en Ceuta, pero ahora las fronteras del Este padecen la misma indecencia.

Nadie habría pensado jamás que los bosques de Bielorrusia fueran a convertirse en escenarios de una guerra migratoria. Sin embargo, como vasos comunicantes, si taponas un extremo, provocas el estallido del extremo contrario. El dictador que padecen los bielorrusos desde hace décadas ha encontrado en el flujo migratorio un arma para defenderse de la presión política y las sanciones económicas. Fletar aviones de inmigrantes sirios y afganos hasta las fronteras europeas evidencia una escalada sin fin en la indignidad humana. El recibimiento en la frontera polaca no ha sido mejor. El Gobierno de Polonia lleva años en un pulso insolidario con el resto de Europa, jugando a ignorar la política de club, con desprecio por el entendimiento y las leyes de aceptación y respeto. Lo hacía con el mismo ramalazo que avanza en otros territorios de vender tu país como un imperio a la búsqueda de recuperar la grandeza perdida, abonados a esa zopenca ilusión de que un pasado ficticio es la solución a un futuro complejo. Esa es la banalidad que llena de votos a los oportunistas.

Pocas veces un discurso esconde un fracaso más rotundo. En el conflicto de las fronteras polaca y bielorrusa, una vez más, ha sido la gente particular la única que ha estado a la altura de las circunstancias. Quienes de manera voluntaria han mostrado su solidaridad y han encendido luces de acogida, han repartido alimentos y abrigo a personas en extrema necesidad. Lo hacen a título personal, contra las indicaciones estratégicas de sus Gobiernos que no tienen otro plan que sufragar la crueldad. Y mientras las personas ofrecen una cara humanitaria todos los equilibrios políticos se afanan por empeorar la situación. Polonia se une ahora al proyecto de valla que también abrazó Hungría. Reclama para la nueva obra de ingeniería otros 350 millones de euros que sumar al presupuesto de obstaculización, una industria sin sentido pero que no deja de crecer. Ya no nos quedan lados a los que mirar en este empeño nuestro por mirar hacia otro lado.

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