Urgencias del hospital Infanta Sofía, 56 pacientes para dos doctoras: “Nadie quiere venir, es el infierno y todo el mundo lo sabe”

A mediodía del pasado viernes, la doctora V., de 36 años, una vez concluido su turno en las urgencias del hospital Infanta Sofía (San Sebastián de los Reyes, al norte de Madrid) se dirigió al parking, el lugar donde en realidad empieza o acaba una jornada de trabajo. Arrancó su vehículo, avanzó hacia su domicilio y de pronto decidió dar media vuelta y regresar al punto de partida. Estaba muy cansada, había sido otra jornada agotadora, una más en la que los pacientes se multiplican y los compañeros escasean. Volvió a aparcar, regresó a su puesto de trabajo, se puso el pijama de nuevo y anunció: “Nada, que me quedo”. No tenía por qué hacerlo, pero le generaba “más ansiedad” irse a casa que quedarse. La doctora V. siente cómo el servicio de urgencias se desmorona día tras día, arrastrando a todos los sanitarios. A su lado, la doctora R. de 50 años, con una experiencia a prueba de bombas, marcada por los atentados del 11-M, la crisis del ébola o la reciente pandemia, la miró y se puso a llorar mientras se dirigía a atender un código rojo, el ictus de un señor que acababa de entrar.

La doctora V. había visto esa mañana cómo la doctora N. y la doctora B., de 37 y 39 años respectivamente, estaban al cargo de 56 pacientes en “la zona de camas”. Esa imagen se le había quedado grabada. Dos médicas solas, cuando lo normal es que ese turno en esa zona de las urgencias lo cubran cuatro, pues tienen que atender tres salas con 69 camas en total, donde ingresan a aquellos pacientes que en el triaje les otorgan el color amarillo o el naranja, es decir, los segundos más graves, después del rojo. “Era inhumano. Vi sus caras desencajadas. Cuando me toca eso a mí quiero morir, así que por solidaridad te quedas… pero no pueden pretender que esto salga adelante por querer cuidarnos entre nosotros”.

Así ha sido un día cualquiera en las urgencias de este hospital durante julio, y lo que viene de agosto, cuya consecuencia es que los médicos conviven con episodios de ansiedad, con la falta de sueño, con las lágrimas de impotencia, con la realidad de que algún compañero ha sobrepasado el límite y ha dicho que no puede más. No le ha sucedido a la doctora V. todavía, pero conoce el riesgo. A ese punto llegó un 60% de los sanitarios de atención primaria en abril, diagnosticados con el conocido burnout, el síndrome de desgaste profesional. Y el siguiente eslabón es el de ellos, los urgenciólogos. Han avisado de ese riesgo a la jefatura del hospital, pero no llegan buenas noticias. “Les ha tocado ya a los de Urgencias y después les tocará a los especialistas”, avisa Ángel Luis Rodríguez, médico de familia, psicoterapeuta y responsable del gabinete de salud mental del sindicato Amyts, especialista en burnout en la profesión médica.

Varios pacientes en una de las salas del Infanta Sofía donde  esperan los que han sido catalogados con el color verde y azul. / JUAN BARBOSA
Varios pacientes en una de las salas del Infanta Sofía donde esperan los que han sido catalogados con el color verde y azul. / JUAN BARBOSA

Septiembre es un horizonte muy lejano para los que trabajan en las urgencias del Infanta Sofía, cuyo servicio es el que peor está de toda la región, según el sindicato de médicos. De hecho, Amyts no sabe si llegará vivo o colapsará antes. Del todo. Urgencias cuenta con una plantilla de 33 médicos en puestos estructurales (más la jefa) y 12 exclusivamente para hacer guardias. De todos ellos, 10 están de vacaciones y seis fuera de servicio por estar de baja por causas como ansiedad, depresión e incluso hipertensión arterial por los picos de estrés. Turnos que antes sacaban adelante entre 12 médicos, ahora lo hacen entre seis. Los profesionales han avisado al juez de guardia ante la inacción de la gerencia del hospital. Los pacientes llegan sin parar. Los datos de las tres primeras semanas de junio de 2018 muestran que se atendieron a 6.751 personas. En el mismo periodo de este año, 9.338. En julio el ritmo se ha mantenido. Los pacientes con urgencias altas (color rojo) son atendidos rápidamente, con urgencias medias (naranja y amarillo) se acumulan y esperan más de lo debido, y los menos urgentes (verde y azul) se eternizan ocho o nueve horas. “Algunos se acaban yendo a casa y puede llegar a ser un problema porque lo que no es importante hoy, en unos días puede estar peor si no se trata”.

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“Nadie quiere venir aquí. Es el infierno y todo el mundo lo sabe”, admite la doctora S., 49 años, 23 de ellos trabajando en Urgencias. Se ha enterado por un correo que la coordinadora de servicio ha presentado su dimisión tras reunirse con la dirección médica. “Ha sido una tía capaz de organizar las urgencias durante lo peor del confinamiento y vivió aquí prácticamente tres meses, sin descansar. Pero ante la inacción del hospital y de la administración también ha petado”, lamenta.

La Consejería de Sanidad responde que recursos humanos y el mismo departamento “organizan las vacaciones para atender adecuadamente el servicio”. Pero los médicos enseñan un planillo esquelético y, sin gente, poco se puede organizar. “Es el sálvese quien pueda, que el barco se hunde”, añade la doctora.

Los médicos se cuidan entre sí, porque se miran y se reconocen. Es una terapia de resistencia. Cuando uno pierde los nervios, busca un espacio oculto y rompe a llorar. Siempre hay otro que le consuela porque se refleja en él. Por eso mandaron a casa a una compañera en mitad de un servicio agónico hace tres lunes, cuando, agobiada por no llegar a todo, empezó a hiperventilar y acabó con una crisis de ansiedad. “No quería irse por no dejarnos peor de lo que estábamos. Pero la obligamos. Cualquier día caemos los demás”, sentencia la doctora V.

Una paciente se tumba tras esperar varias horas a ser atendida.  / JUAN BARBOSA
Una paciente se tumba tras esperar varias horas a ser atendida. / JUAN BARBOSA

La situación se ha vuelto tan dramática, que más de un médico ha tenido que dejar a medias a un paciente para atender corriendo a otro que acaba de llegar. Lo vivió en sus propias carnes la doctora N. hace unas semanas. Se encontraba suturando la herida de un chico y escuchó la bocina. Código rojo. “Normalmente, hay dos médicos asignados que saben que les toca a ellos salir corriendo”, explican los doctores. Pero ese día no había nadie más. Así que dejó la sutura a medias, se fue a atender un ataque al corazón y, al cabo de un par de horas, volvió a terminar el trabajo que había empezado.

“Tenemos la sensación constante de que no llegas a todo, no consigues controlar lo que está pasando y la idea de que puedes cometer un error en cualquier momento te la llevas a casa y no te deja desconectar”, admite la doctora V. Por eso mismo, ella se autodiagnostica: cada vez duerme menos, come menos y está más irascible. “Es entrar por la puerta del hospital y te entran ganas de llorar”.

14 años de historia

No siempre han sido así las urgencias del Infanta Sofía, aunque nunca hayan estado tan cerca del colapso como ahora. El Infanta Sofía nació en 2008 y pronto se convirtió en la niña bonita de la Administración, entonces gobernada por Esperanza Aguirre. Amplio, en una zona en expansión, estaba llamado a convertirse en uno de los centros de referencia del norte de la región. Llegaban médicos jóvenes, con una carrera por delante, dispuestos a comerse el mundo.

Pero poco duraron los buenos tiempos. Los sanitarios apuntan al declive de este hospital al momento en el que caló la idea del exconsejero de Sanidad Manuel Lamela de que el futuro se encontraba en el modelo de gestión sanitaria público-privada, que afectaba directamente a varios hospitales, entre ellos el Infanta Sofía. Una idea que recogió su sustituto en el puesto, Juan José Güemes, y que defendió también Javier Fernández-Lasquetty, actual consejero de Hacienda. Pero se paralizó gracias a la famosa marea blanca. El hospital siguió funcionando como público por la propia resistencia de los sanitarios y el equipo de urgencias consiguió en 2012 el premio al mejor servicio de Madrid. Aunque algo se truncó. El hospital empezó a atender a más población: de 295.000 a 333.000 habitantes, mientras el número de la plantilla era prácticamente el mismo que en 2008. En urgencias, de hecho, la plantilla ha pasado de 28 a 31 adjuntos. Solo tres contrataciones que se consiguieron gracias a la pandemia.

“El cierre de los SUAPS y una plantilla estiradísima que atiende a más población que hace una década, llevó a la renuncia de algunos médicos, a algunas rotaciones de personal, pero ahora ya ni eso, la mayoría no quiere ni venir”, se queja el doctor S., 49 años, de baja por hipertensión “cuando no he sido nunca hipertenso”. Por eso el servicio, en conjunto, acaba de mandar una carta de auxilio a los médicos de todo el hospital para explicar “la devastadora situación” que están viviendo. Para que entiendan que si colapsan ellos, colapsan todos.

En diciembre pasado, seis urgenciólogos se fueron de golpe. La coordinadora de servicio también acaba de renunciar y, ahora, la doctora N. se ha decidido a presentar su dimisión. Tiene contrato fijo, 37 años y le encanta ser urgencióloga. Pero no así. Lo cuenta con la voz temblorosa y con pesar. Con mucho pesar. “Me voy a la cama todos los días llorando. Entro aquí llorando. Hay varias veces que tengo que parar porque me pongo a llorar. Antes está mi salud mental. Me han dicho que me coja una baja, que me vaya de vacaciones, que me lo piense y que no es momento de abandonar el barco. Pero no me voy, me echan. Así no se puede trabajar”.

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