Van der Poel gana la pelea de gallos a Van Aert en Benidorm
El primer choque de hombros en Benidorm entre el neerlandés Van der Poel y el belga Van Aert ocurrió en la última vuelta, cuando los dos apretaron el botón de velocidad hipersónica, cuando decidieron que la carrera se resolvería en un mano a mano porque sus motores no resisten comparación, por más que el belga Laurens Sweeck —cuarto en la carrera tras su compatriota Iserbyt— se proclamara campeón de la Copa del Mundo. Más que nada por la cantidad de pruebas que ha corrido porque Van Aert (Jumbo) y Van der Poel (Alpecin) piensan más en la carretera, en las clásicas y sus equipos.
Fue una última vuelta de exclamaciones y suspiros, un mano a mano entre los mejores, el guion de Hitchcock deseado. El belga lo intentó al arrancar en una zona de curvas reviradas; Van der Poel replicó en el paso por el arenero; Van Aert aprovechó de nuevo en una zona de velocidad entre el bosque; y, finalmente, el neerlandés sentenció tras pasar mejor por los tablones y en las curvas finales, capaz de aguantar el tipo en un sprint final en el que por poco el holandés no se da de bruces con las vallas. “El último adelantamiento me sorprendió porque estaba más centrado en poner velocidad. Estoy contrariado de no llevarme la victoria”, aceptó con deportividad Van Aert. “Ha sido una carrera muy bonita, peligrosa y resbaladiza para ir tan rápido. Estoy feliz por la victoria”, respondió Van der Poel, que se derrumbó sobre una valla para tomar aliento y saborear el triunfo en un día redondo.
A las nueve de la mañana ya había colas para entrar al circuito en Benidorm, que se estrenaba con una prueba en la Copa del Mundo. “Pero va rápido”, resolvían con impaciencia unos padres que pronto verían rodar a su hijo en la prueba de juveniles. Aunque antes hicieron un alto en el camino para mirar los stands de ropa y, de paso, pedir algo en un puesto de comida rápida, negocios saturados por la afluencia de gente (alrededor de 15.000 personas). “Esto es como en Bélgica”, resolvía otro aficionado, ataviado con una peluca con los colores de su bandera nacional, conforme por cómo estaba montado el tinglado —unos 340.000 euros había costado—, y eso que en la noche anterior el viento había tirado un montón de vallas y los operarios debieron madrugar para ponerlo todo en su sitio. Nuevos sacos para los tablones, un poco de riego para evitar una polvareda inevitable con el paso de los ciclistas y bastantes nervios. Aunque cada uno los procesaba a su manera.
El día anterior, Van der Poel no quiso prodigarse apenas, tenso por recuperar el terreno perdido en los últimos tiempos ante Van Aert. Tampoco lo hizo el británico Pidcock. Nada que ver con el pentacampeón español Felipe Orts, reclamado ante los micros y las cámaras, incluso entrecortado durante la cena en el hotel del equipo porque los aficionados querían selfies. “¡Me piden que sea quinto [acabó noveno] cuando no lo he hecho nunca!”, se reía después, como si quisiera liberar una tensión que por la mañana, antes de la carrera, se sacudió con un paseo en bici para llegar al circuito al tiempo que Mario, su mecánico, le ajustaba el arma.
También llegaron al circuito con tiempo suficiente Van Aert, Van der Poel, los grandes protagonistas, los imanes para el aficionado. Pasó primero por la palestra el holandés a la vez que un niño le enseñaba una pancarta en las que le pedía sus guantes a cambio de jamón. “Del bueno, ¿eh?”, aclaraba la madre. Pero todo se quedó en una foto y en una macarrónica frase del joven: “Van Aert is nothing, ¿eh?”. Y, hablando del rey de Roma, apareció el belga, descansado porque por la mañana había decidido no salir a correr para desolación del jefe de prensa del equipo Jumbo-Visma, que lo hizo en solitario.
Faltaba poco para que el tridente se viera las caras sobre la arena, el césped y las escalinatas, lo que tardó la holandesa Van Empel en imponerse en la categoría femenina tanto en la carrera como en la Copa del Mundo, descabalgada su compatriota Pieterse a escasos metros del final. Repicaban los aficionados las pancartas con ganas, respiraban profundamente los ciclistas y salida meteórica de Van der Poel, que tomó el primero la curva para pedalear como si no hubiera un mañana, preocupado en abrir brecha porque sabía que en este circuito era complicado recortar las diferencias, aliviado porque Van Aert se codeaba con los rivales en novena posición. Nada era lo que parecía.
Pidcock intentó hacer la carrera homérica con una arrancada brutal, desinflado con el paso de los kilómetros. Sweeck e Iserbyt plantaron cara hasta el final. Pero el triunfo se decidiría entre el belga del Jumbo o el neerlandés del Alpecin. Y entre hachazos de vatios y habilidad para evitar los topetazos, Van der Poel se llevó la gloria. Momentánea, claro, porque antes de que acabe el mes se medirán en la última prueba de la Copa del Mundo y, sobre todo, el 5 de febrero se disputarán el Mundial en Hoogerheide (Países Bajos), otra presunta batalla de gallos y genios.
Cuestión de geometría
Cuando todavía estaban desempolvando el circuito, los mecánicos ya habían sacado los rodillos para los corredores y trabajan en la última puesta a punto de las bicicletas. Y, aunque parecen unas armas similares a las de carretera, guardan ciertas diferencias. La principal es que cambian las geometrías del cuadro para que sea todoterreno y cómoda, estable y robusta.
Varía la distancia entre los pedales, que suelen estar más altos para evitar choques entre la parte baja del cuadro y ramas, piedras o cualquier otro obstáculo de un camino sin asfaltar. También pesan un poco más las bicis por los refuerzos del cuadro, además de que la distancia entre los ejes es más larga para ofrecer una mayor estabilidad. Por otro lado, el paso de rueda es un poco más ancho para que no se acumule el barro, los tubulares en ciclocross son taqueados -mientras en carretera son lisos los neumáticos- para ayudar a circular con más velocidad por el terreno irregular. Normalmente, solo utilizan un plato -aunque algunos, como el campeón Sweeck usan dos- porque hay menos probabilidades de que se salga la cadena, y los pedales son más fáciles de soltar la zapatilla, pues a diferencia de en ruta, calan los dos lados para no perder tiempo. Y, por último dentro de lo más significativo, el cambio es electrónico -solo hay que ajustarlo y cambiar unas baterías que duran mucho- porque si fuera mecánico el cable sufriría con el barro y el agua.
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